Diario de una Pandemia: Las Cuidadoras

 
 
 
Las enfermeras han lidiado con el peso de 16 meses de atención pandémica en hogares de ancianos y centros de vida asistida. Foto: Shutterstock

Las enfermeras han lidiado con el peso de 16 meses de atención pandémica en hogares de ancianos y centros de vida asistida. Foto: Shutterstock

En Texas, al menos 10,500 personas murieron en hogares de ancianos y centros de vida asistida durante los peores picos de la pandemia. En todo este tiempo, las enfermeras han tenido que redoblar esfuerzos para luchar contra el virus en el trabajo y en su casa con sus familias.

Nota del editor: este artículo fue escrito con el apoyo de una beca de periodismo de la Sociedad Gerontológica de América, la Red de Periodistas sobre Generaciones y la Fundación John A. Hartford.

Durante los peores días de la pandemia de la COVID-19, muchas enfermeras en los centros de vida asistida, hospitales y hogares de ancianos de Texas fueron diligentes en el cuidado de los residentes y pacientes ancianos, incluso cuando sus propios familiares estaban luchando contra el virus en casa.

Es cierto que las vacunas han ayudado recientemente a detener la crisis de salud sin precedentes en estas instalaciones, donde los latinos son una parte importante de los trabajadores de primera línea. Pero pasará algún tiempo antes de que estos trabajadores esenciales puedan superar el costo emocional de la experiencia.

Los datos de la Comisión de Salud y Servicios Humanos de Texas muestran que entre abril de 2020 y abril de 2021, casi 9,000 tejanos murieron en hogares de ancianos, a una tasa de 175 por semana. Otros 1.550 murieron en centros de vida asistida. Estas cifras representan aproximadamente una de cada cinco muertes por COVID-19 reportadas en Texas.

A nivel nacional, estos centros han presentado problemas durante mucho tiempo. El Centro para la Salud y la Comunidad de la Universidad de California en San Francisco (UCSF) descubrió que en los últimos 20 años, los hogares de ancianos han tenido serios problemas con el cuidado de los pacientes. Incluso antes del virus, el 75% tenía escasez de personal de enfermeras registradas. Y en el 63% de ellos, se detectaron violaciones al control de infecciones.

"Las enfermeras hacen parte de grupos minoritarios de alto riesgo (para COVID) debido a la falta de acceso a pruebas, mascarillas, batas o equipo de protección personal (PPE en inglés)", dijo Charlene Harrington, profesora emérita de enfermería y sociología en la UCSF y líder del estudio. “Dado que algunas reciben salarios bajos y tienen varios trabajos, no pueden quedarse en casa si están enfermas”.

Los expertos recomiendan que la dotación de personal mínima sea de un asistente de enfermería por cada siete residentes. Algunos centros han empleado a un asistente de enfermería por cada 10 o incluso cada 15 residentes durante la pandemia, dijo Harrington. "Esto fue emocionalmente difícil para todos, ya que no pudieron traer ayuda externa".

Tras la expansión de las vacunas, los legisladores de Texas aprobaron por unanimidad el Proyecto de Ley Senatorial 25 para permitir que los residentes en hogares de ancianos tengan un "cuidador esencial": cualquier persona que pueda pasar al menos dos horas al día con ellos en instalaciones registradas.

La iniciativa siguió las recomendaciones recientes de la Comisión de Salud y Servicios Humanos de Texas para expandir las visitas en todo el estado en asilos de ancianos y otros centros de atención a largo plazo.

"El aislamiento forzado fue particularmente duro para los residentes con demencia y sus familias", dijo la senadora estatal Lois Kolkhorst, autora del proyecto de ley.

Grupos como Texas Caregivers for Compromise presionaron por la legislación y ahora están ansiosos por verla implementada. "La reapertura no es opcional", dijo Mary Nichols, una de las defensoras del grupo. "Si bien vamos a cooperar a medida que las instalaciones vayan implementando las pautas, estas deberían darle a los familiares algunos detalles sobre cuándo cumplirán".

palabra. habló con varias enfermeras latinas trabajadoras de primera línea en asilos de ancianos, centros de vida asistida y unidades COVID, durante la pandemia. Mientras realizaban un trabajo esencial, muchas también estaban cuidando a familiares ancianos en el hogar, ayudándolos a superar las infecciones por COVID, las cuarentenas, el aislamiento y la depresión.

Destacamos aquí los relatos personales de unas pocas que hablan en nombre de muchas:


"Tenía miedo de que el virus me coagulara la sangre o me obstruyera los pulmones y me muriera"

- Rosario Passmore


Rosario Passmore

Hasta hace tres meses trabajaba en el Centro de Rehabilitación y Enfermería Windcrest en Fredericksburg, TX. Es una ciudad donde mis vecinos son en su mayoría alemanes e hispanos.

Antes de la pandemia, trabajaba en un turno de 8 horas atendiendo hasta a 25 pacientes. Como siempre trabajé en unidades cardiovasculares o de cuidados intensivos, me gustó trabajar con ancianos en la guardería de adultos, principalmente con los que habían superado un infarto.

Pero con la llegada de COVID mis turnos aumentaron a 12 horas. Me asignaron a la unidad COVID y ya no podía moverme libremente a otras partes del asilo de ancianos. Conseguí un aumento de $3 la hora, aunque en otras unidades de COVID como las de los hospitales, a enfermeras como yo se les pagaba el doble. Pero las admisiones estaban cerradas en el centro donde trabajaba y no había dinero. Había espacio para 120 personas, pero solo teníamos unas 60.

Hubo muchos casos COVID positivos y los infectados pasaban al menos 10 días en aislamiento. Cerraron todo el asilo de ancianos. Nadie podía entrar. Los familiares que querían ver a los pacientes lo hacían desde las ventanas. A menudo llevaba una tableta (computadora) para que pudieran charlar con sus familiares. Pero cuando alguien se estaba muriendo no había posibilidad de despedirse.

Los ancianos estaban muy desesperados. Echaban de menos el mundo exterior. A veces los dejábamos ir a caminar por solo media hora.

Al principio, los familiares traían paquetes de comida y esperábamos 24 horas antes de tocarlos o distribuirlos. Pero dejamos de recibir cosas del exterior por miedo a contagiarnos.

Batas quirúrgicas desechables, cubre zapatos y máscaras N95 que pedimos ... comenzaron a llegar alrededor de abril. Todo tenía que estar insulado. Parecíamos astronautas.

Solo tenía una paciente latina que sufría de Alzheimer y vivía con mucha ansiedad. Ella se calmaba cuando la llevábamos a caminar por el jardín. Pero cuando tuvo COVID, sus actividades se redujeron a comer en la habitación y conversar en una tableta con sus tres hijos. Yo era la que los ayudaba a conectarse. Después de unos días de descanso, regresé y me enteré de que se había muerto. Sus familiares me agradecieron por estar con ella tanto tiempo, vistiéndola y alimentándola.

El Departamento de Salud realizaba inspecciones constantes y tomaba pruebas COVID semanales. Eran muy molestas para mi nariz pero me acostumbré.

Cuando llegaba a casa, me desnudaba en la habitación más alejada de todos, ponía mi ropa en la lavadora, entraba y salía por la puerta trasera. Comía en la cocina.

Vivo con mi hijo de 30 años, el mayor de dos, que se graduó como electricista en San Antonio. Fue él quien finalmente terminó cuidándome cuando me infecté. Me dejaba la comida afuera de la puerta del dormitorio.

Eso fue en diciembre. A pesar de la estricta política de máscaras, algunos auxiliares de enfermería y conductores que traían suministros bajaron la guardia. Ya no mantuvieron sus distancias. Un pariente de uno de ellos dio positivo y después de tres días comencé a sentir los síntomas.

Vi cómo COVID afectaba los pulmones de mis pacientes. Así que me mantuve en cuarentena haciendo ejercicios de respiración. Tenía miedo de que, como les pasaba a otras enfermeras, el virus me coagulara la sangre o me obstruyera los pulmones y me muriera. COVID me dio duro: no quería comer. Todavía tengo dolor de espalda, y un dolor de estómago que se siente como una úlcera.

Mi hermano falleció por esos tiempos. Aunque su prueba de COVID dio negativo, le diagnosticaron neumonía y lo trataron con antibióticos e inhalantes. Después de salir del hospital, desapareció durante dos días y lo encontramos muerto. Todavía estamos esperando los resultados de la autopsia para saber qué pasó.

Un primo de El Paso también se infectó. Murió hace cuatro meses, pero mi tía nunca recibió su cadáver. Las funerarias estaban llenas, incluso hasta hace un mes.

Mi madre tiene 81 años. Nació en Ciudad Juárez, México y vive en El Paso. Solía ​​visitarme durante un mes cada año, pero por la pandemia su médico no le permitía venir porque yo soy una trabajadora de primera línea.

Me ofrecieron un trabajo mejor pagado en el asilo de ancianos Brookdale en Kerrville, Texas, donde hay menos pacientes y todos ya están vacunados. Todavía hay una unidad de COVID aquí y estamos admitiendo personas, pero los ancianos que vienen de los hospitales son puestos en cuarentena durante 10 días o hasta que den negativo.

Recibí la vacuna de Johnson y Johnson, pero todavía estoy usando EPP (equipo de protección personal).

En junio me voy a Los Cabos, un viaje que tuve que cancelar el año pasado. No veo la hora de pasar más tiempo con mi familia, hacer un asado o salir a tomar algo con mis amigos. A los latinos nos encanta la familia y los abrazos. Estoy harta de esta máscara.


“A pesar de que algunos residentes dieron positivo, no querían aceptarlo”

- Lupe Weaks


Lupe Weaks

Después de 20 años de trabajar en hogares de ancianos, recientemente decidí unirme a una agencia de viajes de enfermería. Me enteré de que había escasez de enfermeras en San Antonio y me mudé allí. Desde entonces, he estado ayudando en la unidad COVID de un centro de vida asistida. Crecí como católica en una familia latina de Guadalajara, México. Mis padres siempre me decían: si hay personas a las que puedes ayudar, no les des la espalda.

Al comienzo de la pandemia, estaba trabajando en River Hills Health & Rehabilitation Center en Kerrville. Era un turno de 12 horas, tres días a la semana. Luego descansaba cuatro días en casa. El encierro fue estricto, no se permitieron visitas y se hacían pruebas a todos nuestros empleados. Los familiares de nuestros residentes llamaban constantemente a altas horas de la noche diciendo: "Salí negativo en la prueba, déjame entrar". Tuvimos que dar muchas explicaciones, pero fuimos muy cautelosos y cumplimos estrictamente nuestras reglas.

A los residentes se les permitía ver televisión. Los alentamos a aprender más sobre COVID en los sitios oficiales de COVID en línea, para que entendieran que tan serio era, porque algunos creían en teorías de conspiración.

A pesar de que algunos residentes dieron positivo, no querían aceptarlo. Sufrían de depresión y ansiedad. Nos decían: “Sé que no lo tengo, no tengo diarrea. Pero si me mantienen aquí, me infectaré". Hablábamos constantemente con las familias por celular, explicándoles la necesidad de la cuarentena. Conectarlos en FaceTime con sus seres queridos los animaba mucho.

Yo les decía: “Quédense en su habitación, están a salvo. Practiquen la respiración, beban agua, sean agradecidos ahora, hasta que les vuelvan a hacer la prueba".

Chequeábamos la temperatura, el oxígeno y los signos vitales dos veces en un turno. Nos cambiábamos los uniformes en una sala de aislamiento y tirábamos los que eran de riesgo biológico. Tenía 10 pacientes a mi cargo y se les hacían pruebas una vez a la semana.

Cuando el pico de la enfermedad fue más intenso, estaba cubierta de pies a cabeza. Tenía mi N95 muy ajustado en la cara, guantes y una gran sudadera con capucha de papel (EPP). Algunos pacientes parecían tener miedo porque no podían reconocernos.

Limpiábamos todo constantemente con Lysol: las chapas de las puertas, las superficies.

Cuando llegaba a casa después de un turno nocturno, me desnudaba justo afuera de mi puerta. Entraba en bragas y sostén, metía todo en la lavadora, y corría a la ducha. Hacía todo esto para proteger a mi esposo. Me hacía la prueba dos veces por semana.

Creo que las medidas en los dos lugares en los que he trabajado estuvieron por encima de lo esperado. Si alguien mostraba signos de dificultad respiratoria, yo llamaba al 911 de inmediato y enviaban al paciente a una UCI. Cuando estaban a salvo, regresaban al asilo o se iban con sus familias. Algunos perdieron la vida porque tenían afecciones subyacentes como presión arterial alta o afecciones cardíacas.

Ya fui vacunada con la Johnson & Johnson, al igual que mi esposo. A pesar de eso, todavía me hacen pruebas de COVID regularmente. El cuidado sigue.

Ahora que las visitas están permitidas nuevamente, sólo recibimos de a dos visitantes, aunque no pueden quedarse en la misma zona. Deben usar máscaras. Y sólo pueden ver a un miembro de la familia a la vez.

A algunos pacientes se les permite salir de su habitación, pero no visitar a otros pacientes en otras habitaciones.

Aunque hay más personas vacunadas, probablemente pasaremos un año más usando las máscaras. Estamos verificando los efectos secundarios de las vacunas y les decimos a los residentes que beban muchos líquidos y, si tienen síntomas, deben volver a aislarse en sus habitaciones. Hasta ahora, se quejan de que les duelen los músculos, pero eso es todo.

En cuanto a mi familia, perdí a mi mamá a causa de un infarto. Ella era de Guadalajara y mi papá de San Diego, donde nací. Mi familia vive en California y nadie contrajo COVID. Los llamaba constantemente y me contaban que las tasas de infección eran mucho más altas, porque la gente de Tijuana cruzaba la frontera constantemente. Yo solo les repetía: tengan cuidado, ahora mismo traten de no viajar y lávense siempre las manos.


“Fue devastador ver morir a una persona tras otra. Tuve que buscar terapia”

-Fabiola Merlin


Fabiola Merlin

Soy enfermera desde hace cinco años. Durante la pandemia, estuve trabajando en el Centro Médico Universitario de El Paso, el hospital más grande en un radio de 250 millas del condado. Recibimos personas de El Paso, Ciudad Juárez, en México, de Nuevo México y de todo el estado de Texas.

Conducía desde Juárez al trabajo. Al principio tenía miedo de no poder cruzar la frontera, pero como era una empleada esencial me dejaban cruzar a diario. Todo el hospital terminó siendo una unidad COVID. En marzo, cuando todo estalló, las enfermeras y los médicos estábamos muy asustados, por miedo a exponernos a nosotros y a nuestras familias.

No sabíamos cómo manejar la situación. Carecíamos de EPP (equipo de protección personal). No teníamos suficientes batas ni máscaras N95. Teníamos que hacer un proceso de limpieza para reutilizarlas cinco veces. Era incómodo porque después de limpiar las máscaras, olían bastante mal. Cuando comenzamos a recibir donaciones de máscaras N95, las cosas mejoraron.

Trajimos bastantes máquinas portátiles de oxígeno y BIPAP (para empujar aire hacia los pulmones). Pero no sabíamos cómo usarlas, por lo que los terapeutas respiratorios tuvieron que venir a enseñarnos.

Cuando los pacientes carecen de oxígeno comienzan a confundirse porque sus pulmones se saturan demasiado y necesitan ser orientados. Tenía que decirles: esto es lo que necesitas para estar vivo, si te quitas la máscara, puedes morir.

Fue fácil volverse muy cercana a ellos, conocer a su familia a través de videollamadas. Existe una relación muy cercana con el paciente cuando uno ve lo que COVID le está haciendo a su cuerpo. Es doloroso y triste. Uno espera que algo bueno salga de todo el cuidado que uno da, pero desafortunadamente no es así.

Había un Código Azul para situaciones de emergencia cada minuto y estaba fuera de control. El hospital tuvo que pedir más bolsas negras para los fallecidos. Varias veces, después de llegar a casa, no hacía más que llorar. No sabía cómo superar ese dolor. Fue devastador ver morir a una persona tras otra. Tuve que buscar terapia.

La unidad en la que estaba trabajando tenía 29 habitaciones con camas individuales. Pero con la ola de COVID, el hospital se saturó y tuvimos que doblar la capacidad.

Mis pacientes tenían entre 30 y 80 años y la mayoría eran hispanos. Creo que el factor de riesgo en nuestra comunidad es que tenemos malas dietas y predominan los malos hábitos. Los jóvenes tienen hipertensión o diabetes crónica.

Soy hija única. Mi papá falleció hace muchos años y mi mamá tiene 70. Evité verla tanto como pude, pero le hacía recados y le dejaba frutas y verduras en su puerta.

Pasé tanto tiempo con mis compañeras enfermeras que hubiera sido irresponsable visitar a mi mamá. Nunca la vi y eso fue muy difícil. Como hispanos, estamos muy unidos a la familia.

Vivía con mi novio, pero en los primeros meses de la pandemia comenzamos a dormir en habitaciones separadas. Desinfectaba constantemente la casa, las chapas de las puertas, la ducha.

Recientemente, en mis días libres, trabajé registrando pacientes vacunados en el sitio web oficial de Texas. Al principio estaban muy organizados vacunando al personal de salud, pero las dosis empezaron a escasear y muchos adultos mayores con enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión o problemas inmunológicos tuvieron que posponer sus citas.

Mi mamá ya recibió la segunda dosis de AstraZeneca hace un mes en Juárez, pero allí todavía son muy lentos tratando de vacunar a toda la población mayor.

Ahora trabajo en otro hospital y aunque los desafíos continúan, creo que la lección más importante que aprendí fue disfrutar la vida. Estar sano es algo que valoro mucho ahora.


“Nadie sabe lo difícil que es cuidar a un familiar frágil, mucho menos si está deprimida”

-Vicky Morales 


Vicky Morales

Durante ocho años he visto a mi familia todos los domingos para almorzar o jugar a la lotería. Pero cuando llegó el COVID, mi interacción con mis padres se limitó a hacer recados para ellos y verlos esporádicamente, siempre con máscaras.

Mi padre Espiridion, nacido en México, en Nuevo Laredo, cumplió 84 años y mi madre Juanita, de Zacatecas tiene 76. Mi padre se quejaba: “quítate esa máscara, te queremos ver. No te vas a infectar y no nos vas a infectar a nosotros". Entonces decidimos que simplemente los llamaríamos por teléfono. Sufrían mucha ansiedad y depresión.

A mi madre le detectaron un tumor en uno de sus riñones y tuvo que someterse a una cirugía para extirparlo. Tuve que ponerme en cuarentena antes de ir a cuidarla durante casi dos meses.

Su recuperación fue compleja. Pero quizás lo más difícil fue cuidar a alguien que nunca había tenido que pedir ayuda con nada. Mi mamá siempre ha sido muy independiente y fuerte. Ella siempre cocinaba para todos y siempre estaba en movimiento. En los últimos años, le dolían mucho las rodillas y los talones debido a una cirugía en el pie, pero a excepción de tomarse un poco más de tiempo para descansar, nunca necesitó nuestro cuidado.

Mi hermana Irma y mi hermano Martín vinieron de Fort Worth para visitar a mamá en Laredo. Estábamos en la segunda ola de COVID y debido a las celebraciones de Año Nuevo, se anticipaban más casos. Nuestra familia decidió que no haría cenas ni nada . Nos estábamos cuidando mucho. No sabemos cómo, pero a principios de año mi madre dio positivo.

Mi padre dio negativo porque, afortunadamente, ya dormían en habitaciones separadas. Mi papá le dejaba a mi mamá su comida y cosas en la puerta, así que no ver a nadie le causaba aún más depresión.

Al principio no podía respirar y le dieron infusiones, pero dos días después su presión subió mucho y tuve que llamar al 911. Enviaron algunos (técnicos de emergencias médicas) para chequear y encontraron su corazón fuera de control. Seguí la ambulancia al Laredo Medical Center, pero fue muy angustioso porque no me dejaron entrar.

La tuvieron allí durante unos tres días en cuidados intensivos porque no había más camas disponibles en la unidad COVID. Estaba sola en una habitación pero cuando le dieron de alta estaba muy molesta porque nadie había ido a verla.

Al salir la enfermera le dijo que debía sentirse muy bendecida: de las siete personas internadas el mismo día que ella, nadie más regresó a casa.

De los seis hermanos de nuestra familia, yo era la única que podía trabajar de forma remota, así que me mudé a la casa de mis padres para cuidar a mamá. Ver a mis padres perder sus rutinas fue muy difícil. Mi papá salía todas las mañanas a tomar un café con sus amigos, hacer mandados o pagar facturas. Mi mamá solía pasar el rato en un centro de salud para adultos donde le gustaba hacer café para los demás y jugar a la lotería. Con el encierro, perdió esa vida social. Además de eso, uno de sus amigos murió de COVID. Eso la deprimió aún más, tanto que tuvimos que medicarla. Creo que se recuperó más fácilmente de la cirugía de riñón que de COVID.

Mi hermano de 58 años, el único varón, se infectó en invierno al mismo tiempo que mi madre. Estuvo hospitalizado en Fort Worth durante dos meses y tampoco nos permitieron verlo. Los médicos nos dijeron que hiciéramos rosarios porque tenía fibrosis en los pulmones y no podían hacer más por él. Pero, milagrosamente, se recuperó. Recientemente salió del hospital. Finalmente en primavera pudo volver a caminar.

Mi papá es un veterano de la Guerra de Corea y ha recibido ayuda de voluntarios en las despensas de alimentos durante COVID. Pero aparte de eso, no creo que ninguna agencia gubernamental haya hecho nada, ni siquiera el rastreo de contactos.

Mi padre ya recibió las dos dosis de la vacuna Moderna, y mi madre acaba de recibir el visto bueno de su médico para vacunarse.

Creo que esta fuerte experiencia, que no ha terminado, me hizo admirar más a las enfermeras. Nadie sabe lo difícil que es cuidar a un familiar frágil, mucho menos si está deprimida, mucho menos en una pandemia.

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Jenny Manrique ha cubierto derechos humanos en América Latina y Estados Unidos durante dos décadas. Escribió sobre inmigración para Dallas Morning News y sobre política nacional para Univision. Su trabajo ha sido publicado, en inglés y español, en The New York Times, The Boston Globe y CNN, entre otros.

Jenny Manrique ha cubierto derechos humanos en América Latina y Estados Unidos durante dos décadas. Escribió sobre inmigración para Dallas Morning News y sobre política nacional para Univision. Su trabajo ha sido publicado, en inglés y español, en The New York Times, The Boston Globe y CNN, entre otros.


 
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