Dibujar la deportación
Silvia Rodríguez Vega se hizo una promesa después de trabajar con niños que dibujaron sus propios miedos, el resultado es un libro que muestra el poderoso efecto del arte como sanación
Nota del editor: Los nombres de los niños en este reportaje son ficticios para salvaguardar su identidad y privacidad.
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“Cuando imaginan la paz, ¿cómo la ven?”, preguntó Silvia Rodríguez Vega a sus alumnos en un campamento de verano. La respuesta la sintió como una patada en el estómago. “La paz es el Sheriff Joe Arpaio dándole la mano a un mexicano”, dijo Chris, de 9 años, un niño de piel morena, un poco tímido pero participativo, refiriéndose al rudo alguacil que veía en las noticias por llevar adelante una fuerte política en contra de la inmigración en Arizona.
Silvia quería que sus estudiantes de educación primaria y secundaria pintaran un mural y por eso planteó la pregunta. Los dejó elegir el tema y ellos eligieron la respuesta de Chris como motivo a pintar.
Uno imaginó un jornalero mexicano llamado Pancho como personaje central; el campesino estrecharía la mano de Arpaio.
Esto sucedió en un centro comunitario al sur de la ciudad de Phoenix en una zona de mayoría latina. En ese momento, 2008, Silvia tenía 19 años y estudiaba Ciencia Política y Estudios Chicanos en la Universidad Estatal de Arizona. Era un tiempo difícil, de constantes redadas en Arizona.
Hubo agentes que capturaron a trabajadores y conductores de piel morena por infracciones menores de tránsito; algunos incluso fueron detenidos por tener un parabrisas roto y terminaron siendo expulsados a sus países de nacimiento. Hubo personas detenidas por hablar inglés “con acento”. Deportaron a gente que usó una identificación falsa para trabajar. Los inmigrantes sin documentos fueron enjuiciados con la misma dureza que los coyotes o traficantes de personas (amparándose en una interpretación de una ley estatal que los medios bautizaron como la Ley Anticoyote). Las traducciones al español desaparecieron de los sitios oficiales. Y un latino podía ser detenido solo por parecer latino.
‘Yo tenía que crear la manera de que la gente viera eso, y que las experiencias no se quedaran solo con los niños’.
Arpaio, además, creó una cárcel en Phoenix con tiendas de campaña en las que los inmigrantes, la mayoría presos por delitos menores, soportaron las altas temperaturas del desierto y fueron obligados a vestir ropa interior de color rosa.
En un ambiente de segregación y poderosa narrativa antiinmigrante, el miedo se filtró en las casas de esos niños, en sus escuelas y en sus corazones. Un apretón de manos entre el alguacil del Condado Maricopa y un mexicano condensaba la paz mundial para ellos; la posibilidad de no ser separados de mamá o papá.
Silvia pensó que un mural podría ayudar a los alumnos a canalizar sus emociones, pero el proyecto no fue aceptado por el centro comunitario, les pareció controversial. Los niños se sintieron tristes y decepcionados, entonces ella les ofreció hojas de papel y los invitó a expresar libremente lo que sentían.
“Cuando salí de ahí, me quedé en shock de ver no solo dibujos con el tema del sheriff, sino también de la policía, de cómo no pueden manejar, cómo no pueden salir de sus casas”, describe Silvia después de 15 años de aquella iniciativa suya.
“Sentí responsabilidad y compromiso de que toda la gente los viera. Yo tenía que crear la manera de que la gente viera eso, y que las experiencias no se quedaran solo con los niños”.
Ese día, publicar un libro se transformó en su meta principal.
El arte y la educación van de la mano
Una noche de primavera de 2023, Silvia Rodríguez Vega se sentó frente a un auditorio, en Arizona, para presentar lo que se había prometido. “Drawing Deportation” (Dibujando la Deportación) (NYU Press, 2023) es el libro en el que trabajó estos años, una compilación de los dibujos de Arizona de 2008 y otros más hechos en California en 2016. Años de persecución y deportación con Arpaio, con Barack Obama y con Donald Trump.
Silvia se preparó bien antes de descifrar y mostrar a la gente los trazos de los alumnos con los que ha conectado por medio del dibujo y del teatro. En 2010, realizó una Maestría en Arte en Educación en la Universidad de Harvard, para estudiar el trauma y cómo el arte puede ser una vía de liberación para niños y adultos.
Los niños se sienten seguros al exteriorizar sus emociones con el arte, la expresión creativa reduce los niveles de cortisol y disminuye el estrés, dice Silvia.
“Cuando tienen mucho estrés se puede convertir en un estrés tóxico que afecta su cerebro, su sistema inmunitario", prosigue, “hace que no puedan aprender en la escuela o que tomen malas decisiones”.
Que el arte es bueno para sus hijos, lo saben la mayoría de las familias. En Estados Unidos, alrededor de dos tercios de las mamás y los papás de estudiantes que van desde preescolar hasta doceavo grado (66%) opinan que es “extremadamente” o “muy importante” que en la escuela enseñen a sus hijos a desarrollar habilidades sociales y emocionales, según un informe del Pew Research Center publicado en octubre de 2022.
Silvia señala que, en su experiencia, los distritos escolares de Arizona y California, donde ella se ha desempeñado, no están comprometidos con las clases de arte que benefician emocionalmente a los niños en su desarrollo personal y académico.
Un informe del Arts Education Data Project, señala que 2 millones de estudiantes de escuelas públicas de los Estados Unidos no tienen acceso a ningún tipo de educación artística. Analizado por materia el número crece. Por ejemplo, 3.6 millones no llevan ninguna clase de educación musical. Teatro y danza son las artes menos impartidas. El reporte muestra la inequidad en escuelas con más niños inscritos al programa de almuerzo gratuito y con mayor población negra, hispana o indígena.
Tristemente, comenta Silvia, los estudiantes inmigrantes latinos fueron y siguen siendo los más afectados. “Las escuelas donde más se necesita arte son en las comunidades pobres, inmigrantes, donde los niños pasan por cosas no solo de inmigración, sino de violencia, gangas (pandillas), enfermedades”, enumera Silvia con frustración. Sabe que estas clases podrían cambiar la vida de alguien.
Especialistas en educación dicen que el arte juega un papel fundamental en el desarrollo educativo en preescolar, primaria, secundaria y preparatoria (K-12).
Stephanie Parra, directora ejecutiva de ALL In Education, una organización que lucha por la equidad en la educación, enfatiza que estas clases tienen un impacto en la salud mental y generan un bienestar que está directamente relacionado con el éxito académico. Dice la especialista: “Los estudiantes pueden desarrollar habilidades y talentos adicionales, fundamentales para explorar sus intereses y potenciarlos, así como informarse para tomar la decisión de qué carrera deciden estudiar”.
Una niña migrante tocada por el arte
Silvia no era diferente a los niños que dibujaron sus miedos más profundos. “Yo era indocumentada”, dice sin tapujos sobre su historia personal. Nació en la ciudad de Chihuahua, México, y llegó a Phoenix, Arizona, con sus padres, cuando tenía 3 años. Sus hermanos menores, Víctor y Alejandra, son estadounidenses.
Las redadas de Arpaio también afligieron a su mamá, María, tanto, que sufrió una embolia; los doctores le advirtieron que necesitaba cuidados y decidió volver a México. Silvia quedó a cargo de Alejandra, que tenía 15 años, justo cuando cursaba la maestría en Harvard. La forma en la que consiguió el dinero necesario para ir a Harvard describe su empuje, su trabajo colectivo y su terquedad.
Como joven era una Dreamer beneficiaria del Programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), que ordenó Barack Obama en 2012 para protegerlos de la deportación. Sus compañeros y ella se ayudaban unos a otros con colectas para poder seguir con sus estudios. No podían acceder a préstamos ni becas. Cuando le tocó el turno a ella de juntar el dinero para Harvard, se inspiró en la activista por los derechos de los campesinos Dolores Huerta, y un día abrió una cuenta de GoFundMe, la popular plataforma estadounidense de recaudación de fondos, con un lema: “Harvard, Sí Se Puede”.
La entrevistaron en noticiarios como “Primer Impacto” y eso le dio visibilidad. Pero lo que más le ayudó fue salir en el programa “Don Francisco”. Después de eso, le llegaron mensajes de apoyo, preguntas, felicitaciones. Un escritor de Perú, por ejemplo, quería saber cómo hacer para que su hijo entrara a la universidad; a cambio se ofrecía a corregir el libro con los dibujos de los niños cuando lo publicara. Porque Silvia contó en esos programas sus sueños, y el más grande seguía siendo el del libro. Para Harvard necesitaba recaudar $80,000 y logró recaudar $60,000.
Silvia se interesó tanto por el arte porque ella misma encontró una salvación por ese mismo camino.
Resiliencia y sanación
Cuando tenía 13 años, Silvia tomó clases de teatro bajo la tutoría de la maestra Christina Marín, una profesora neoyorquina de ascendencia colombiana que sigue trabajando con niños inmigrantes y dirige el Programa de Teatro y Cine en Phoenix College.
Si Silvia no hubiera tenido un escape como el que ofrece el arte, quizá su historia sería otra, dice Marín en entrevista. “Mucha gente no logra superar los traumas. Empiezan a deprimirse, tomar pastillas o drogas para calmar su ansiedad, pero Silvia tomó el ejemplo que yo le enseñé y ahora lo está haciendo para otros jóvenes que han venido después de ella”.
Silvia siguió, paso a paso, su ejemplo. Cuando era su estudiante, Marín trabajaba en una tesis sobre el cambio social que le valió el Arts-Based Educational Research Dissertation Award, un destacado premio que otorga cada año la American Educational Research Association (AERA), Años después, Silvia estudiaría la maestría en arte y ganaría el mismo reconocimiento, en este caso, por el análisis psicológico-emocional del arte en niños inmigrantes.
Los ejemplos de Marín y de Silvia han inspirado a otras mujeres. Aryam García no conoce a la autora en persona; vio su libro “Drawing Deportation” en redes sociales y le resonó tanto que ahora lo promueve en su comunidad. García es originaria de Nogales y también es una Dreamer. El libro le parece duro: “No es justo que los niños tengan que desarrollar esas habilidades de resiliencia a una edad tan temprana”.
A sus 24 años, García coordina el programa Arte y Sanación de la organización Aliento, una actividad abierta a niños, jóvenes y adultos. Trabaja con jóvenes de DACA como ella . Con su grupo, enseñan que el estatus legal de las personas no los define como seres humanos y acuden a las escuelas e invitan a los alumnos a dibujar con un sentido curativo.
‘Ser un inmigrante conlleva sentimientos de soledad, de ansiedad, desplazamiento’.
García ríe cuando habla de su lugar de nacimiento. Con solo unas pocas horas de recorrido en la geografía, sería estadounidense, solo cruzando la frontera. Lo dice con humor. Emigró con sus padres a Arizona cuando tenía 8 años. Comenta que los inmigrantes, muchas veces, no pueden tener el control de las cosas que pasan, como la deportación, las detenciones de la policía o la eventual detención del DACA. “Pero lo que sí podemos controlar es cómo nos expresamos, cómo dejamos que nuestras emociones y pensamientos nos ayuden a desarrollarnos”.
Esa es su tarea. Desde joven, ha estado interesada en el desarrollo del cerebro y el autocuidado mental. El arte, dice, ayuda a reconocerse en una comunidad y fortalecer el sentido de pertenencia. Ella, siempre que puede, pinta.
En un año, García concluirá la carrera de Psicología en Benedictine University, en Mesa, Arizona.
“Ser un inmigrante conlleva sentimientos de soledad, de ansiedad, desplazamiento”, analiza. Y está convencida de que, si a los estudiantes se les da acceso al arte, se les dará también acceso a un escape emocional.
La promesa de un libro
Silvia estaba en Los Ángeles, California, cuando ganó la presidencia Donald Trump, porque ahí estudió el doctorado después de la maestría en Harvard. En ese estado, al igual que en Arizona, vio los miedos que ya había visto en los niños migrantes y uno más: el temor a compañeros y maestros que apoyaban la idea de que México pagara un muro fronterizo y que los inmigrantes salieran del país.
Estudió el doctorado por las mañanas y, por las tardes, colaboró en un programa de arte en los distritos escolares con niños de sexto grado que habían vivido experiencias muy duras.. “No sólo era el bullying”, cuenta Silvia, “se sentían inseguros”. Inseguros por ese ambiente polarizante y racista.
A diferencia del mural en Arizona, aquí pidió a los niños de sexto que dibujaran lo que habían hecho el fin de semana: una niña dibujó un Día de las Madres sin su mamá; no la había visto durante dos años porque vivía en El Salvador. Otros pequeños dibujaron caritas tristes y muchas lágrimas, como chorros de agua que salían de los ojos. Otros usaron solo lápiz, nada de color. “Eso es una manera de comunicar el aislamiento”, explica Silvia sobre la ausencia de colores.
El que más le impactó fue el de un niño sentado en la esquina inferior de la hoja de papel, con las manos cubriéndose la cara. Describirlo, la sigue conmoviendo.
En la década de 2008 al 2018, entre Arizona y California, entre dos épocas pero una misma realidad, obtuvo 300 dibujos. No están todos publicados en su libro, pero a todos los sigue guardando como a un tesoro: “El (tesoro) más valioso que he tenido desde hace 15 años”.
El dibujo de portada de su libro es el de “Mario”, de 11 años. Es un cerco con púas afiladas en la parte superior y un helicóptero que lanza una luz amarillo-naranja sobre un inmigrante; del lado derecho, un autobús con personas detenidas que miran a través de las ventanas con rejas. “Ningún niño debería de saber qué es eso”, dice Silvia con firmeza, “me causa un inmenso dolor”.
La promesa del libro, sobre todo, surgió pensando en sus hermanos más pequeños. Quería hacer algo para ellos. “Vi diariamente la experiencia de lo que significa vivir con el Sheriff Arpaio, día a día. Sentí físicamente el poder de la imagen que el niño (Chris) describió”, señala. “Lo que vivimos en Arizona se convirtió en algo nacional, eso mismo se normalizó nacionalmente”.
Silvia ahora tiene estatus legal, está casada, trabaja como profesora adjunta en el Departamento de Estudios Chicanos y Chicanas de la Universidad de California, en Santa Bárbara. Y está convencida de que se debe impulsar un cambio para que esta historia no se siga repitiendo.
“Estados Unidos siempre ha estado separando familias, no es algo nuevo. Tristemente, no va a parar de suceder hasta que decidamos que eso tiene que cambiar”, dice con esperanza.
Quizás, el cambio venga del arte.
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Beatriz Limón es una periodista y fotógrafa en Arizona Luminaria. Fue corresponsal en Arizona y Nuevo México de la Agencia Internacional de Noticias EFE. Licenciada en Ciencias de la Comunicación, fotógrafa profesional y columnista para periódico El Imparcial. Actual colaboradora en palabra de NAHJ.
Julie Leopo reside en California y es una fotoperiodista galardonada que explora la cultura, la política, la identidad y los temas sociales en su trabajo, con un marcado interés en amplificar las historias de las comunidades biculturales y bilingües a través de la fotografía. En 2021, Latino Journalists of California (CCNMA) la nombró una de las “Periodistas Latinas de California Más Influyentes” y, en 2022, obtuvo el segundo puesto del prestigioso premio de periodismo Rubén Salazar por un reportaje sobre la comunidad costera de Oxnard.
Wendy Selene Pérez es una periodista freelance multiplataforma que ha reporteado y editado para diarios impresos, revistas y medios digitales de México, Argentina y Estados Unidos. Premio Nacional de Periodismo en México (2019, 2022) y Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos de la ONU (2023).