Éxodo
UN REPORTERO MEXICANO EN UCRANIA DOCUMENTA UNA CRECIENTE CRISIS DE REFUGIADOS
Nota del editor: Para leer este reportaje en inglés haga click aquí.
LVIV, Ucrania - Larysa Koltsova y su hijo André, de 10 años, se despiden de su esposo y padre Konstantino Makruha en la estación principal de autobuses de Lviv, en el oeste de Ucrania. Es el 12 de marzo. Larysa y André se van a Polonia. La frontera está a unos 45 kilómetros. Pero Konstantino se quedará para defender a su país. La invasión del presidente ruso Vladimir Putin está separando a esta familia, como a tantas otras en Ucrania.
En sus últimos momentos juntos, André se aferra a Konstantino en un largo abrazo, mientras Konstantino y Larysa se comunican sin palabras con una mirada dulce y profunda. Él le toca suavemente la cara y ella se contiene para no romper en llanto.
Los hombres de 18 a 60 años deben quedarse en Ucrania para luchar por su país. Konstantino me cuenta que nunca ha tocado un arma, pues es un hombre de paz. "La violencia es para los cobardes", dice, pero "Hoy nos toca luchar por la libertad de nuestro país".
La invasión rusa de Ucrania que comenzó el 24 de febrero ha provocado que millones de ucranianos abandonen su país.
Como periodista especializado en documentar migraciones globales, y siendo yo mismo migrante mexicano en Estados Unidos, me motivé a viajar a Ucrania a principios de este mes para cubrir el impacto de la invasión rusa en los residentes de Ucrania. El 6 de marzo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) calificó el éxodo de ucranianos como "la crisis de refugiados de más rápido crecimiento en Europa desde la Segunda Guerra Mundial". Lo he visto de cerca.
Expertos de todo el mundo analizan esta guerra, muchos de ellos desde muy lejos. Sin embargo, yo quería conocer y sentir las emociones de las personas afectadas, y entender la guerra desde su perspectiva.
En la estación de tren, Larysa me cuenta que este conflicto es especialmente doloroso porque desgarra su identidad. "Somos una familia con dos idiomas", dice Larysa, utilizando una tercera lengua, el inglés, para hablar conmigo. "Hablamos ruso y ucraniano. Y ambos idiomas son nativos para nosotros. Hoy tenemos el corazón roto porque nuestro país se ha visto envuelto en una guerra que no hemos empezado".
Le pregunto a Larysa qué mensaje quiere compartir con el mundo.
"Detener la guerra", responde. "La guerra no es un juguete; la guerra es un negocio de la política. La gente ordinaria no debería sufrir, las familias no deberían destruirse, los jóvenes inocentes no deberían morir. Pido a los ciudadanos de a pie que soliciten a sus gobiernos que apoyen a Ucrania y pongan fin a la guerra".
La Organización Internacional para las Migraciones calcula que casi 6,48 millones de personas han sido desplazadas de manera interna en Ucrania, además de los más de 3,63 millones que han abandonado el país, según las cifras del ACNUR. Esos datos, actualizados por última vez el 22 de marzo, indican que casi el 60% de los refugiados ucranianos se dirigen a Polonia. Aproximadamente un tercio de los refugiados se va a países vecinos, como Rumanía, Moldavia, Hungría y Eslovaquia. Alrededor del 7% de los que huyen de Ucrania van a Rusia y Bielorrusia.
La mayoría de los ucranianos que conozco me dicen que no desean emigrar a Estados Unidos, pero algunos están eligiendo esa vía. El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos ha anunciado que los ucranianos que han residido en el país de forma continua desde el 1ro de marzo pueden solicitar el Estatus de Protección Temporal durante 18 meses.
Un par de días antes de encontrarme con Larysa en la estación de autobuses, visito la estación de tren de Lviv el 10 de marzo y veo que está abarrotada de personas que han huido de otras partes de Ucrania y tratan de ponerse a salvo. La mayoría de las mujeres descienden en masa de los viejos vagones azules que llegan de todo el país. Hace frío y el olor a diésel quemado impregna la atmósfera. La gente camina cansada, con desolación y confusión.
"Yo también me habría quedado. Mi país nos necesita, pero tenía que poner a mi hija a salvo. Tenemos que asegurar la vida de las nuevas generaciones".
Liudmyla, a la que pido —como hago con todas las personas con las que me encuentro— que por favor escriba su nombre como desea que aparezca en este artículo, escribe sólo su nombre de pila en mi libreta. Me describe cómo ella y su hija de un año tuvieron que cruzar con dificultades las vías para unirse a las largas filas de autobuses que salían hacia la frontera con Polonia. Llegaron desde Zaporizhia, una ciudad en el sureste de Ucrania que ha sido fuertemente bombardeada por las tropas de Moscú.
"Viajamos durante 30 horas, algunos tramos en coche y otros en tren, que es lo más seguro en este momento porque muchas carreteras están destruidas", cuenta Liudmyla. Me dice que temía que el coche pudiera ser atacado por militares rusos.
El marido, el padre y la madre de Liudmyla se quedaron en Zaporizhia. "Se quedaron para resistir la invasión. Yo también me habría quedado. Mi país nos necesita, pero tenía que poner a mi hija a salvo. Tenemos que asegurar la vida de las nuevas generaciones."
Los desplazados se agolpan en los oscuros, húmedos y fríos túneles subterráneos de la estación de tren mientras esperan en silencio, con niños y mascotas en brazos, su turno para abordar el transporte hacia la frontera polaca.
En Lviv han surgido refugios improvisados para albergar a los desplazados. Los que se alojan en los refugios llegaron a la ciudad sin intención de abandonar el país, sino simplemente para esperar aquí unos días mientras se resolvía el conflicto, dice Yana Kosareva, una joven voluntaria ucraniana. Ella es una de muchos voluntarios que están donando su tiempo y esfuerzo para ayudar a los demás en los refugios de la manera que puedan.
Muchos en Ucrania creían que las fuerzas de Putin no se atreverían a atacar Lviv debido a la proximidad de la ciudad con Polonia, que es a la vez miembro de la Unión Europea y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Pero las sirenas antiaéreas empezaron a sonar con más frecuencia en Lviv, y se ha reabierto un refugio antibombas de la Segunda Guerra Mundial en el parque Ivan Franko de la ciudad.
Y no es para menos. Dos ataques cercanos el 11 de marzo acabaron con la relativa calma; uno al norte, en Lutsk, y otro al sur, en Ivano-Frankivsk. Más tarde, el 18 de marzo, misiles rusos alcanzaron una planta de reparación de aviones cerca del aeropuerto de Lviv.
Estos acontecimientos hicieron que muchas personas que habían huido temporalmente a Lviv de los horrores de la guerra en el este del país replantearan sus planes de huida. "Ahora quieren irse más lejos para poner a salvo a sus hijos", me dice Kosareva. Cuando le pregunto si tiene miedo, rompe a llorar.
Cuando camino por las abarrotadas calles, plazas y estaciones de transporte público de Lviv durante el día, noto un silencio surrealista a pesar de las grandes masas de gente. Sin embargo, por la noche, en la fuente del parque frente a la Ópera, el silencio se rompe por fin. Allí, un músico callejero, rodeado por una multitud de jóvenes que aplauden junto a él, canta la alegre canción Chervona Ruta.
Es una canción muy querida aquí, y se ha convertido en una especie de himno ucraniano no oficial para la esperanza y la alegría que se necesitan en estos tiempos oscuros. Anastasiya Markuts, una activa voluntaria, me explica más tarde que la canción ha unido a los ucranianos.
Un conflicto de larga duración
El 2 de marzo, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución en la que deplora la invasión rusa de Ucrania y pide el fin de los ataques y el retiro inmediato de las fuerzas rusas dentro del país.
"La invasión de Putin no tiene justificación legal alguna", afirma Octavio M. González, investigador del Centro de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México. González, que vivió en Ucrania y conoce bien la región, afirma que las acciones militares del Kremlin "sientan un peligroso precedente y constituyen una flagrante violación del orden internacional contemporáneo".
Putin ha dicho que el objetivo de lo que él llama "operación militar especial" en Ucrania es "desmilitarizar y desnazificar Ucrania". Ha afirmado que Ucrania representa una amenaza inminente para Rusia porque supuestamente ha adoptado una postura neonazi de extrema derecha que es hostil a las etnias rusas, y porque Ucrania quiere ingresar en la OTAN, lo que ampliaría el territorio de la alianza.
Pero la afirmación de Rusia sobre la amenaza neonazi en Ucrania está distorsionada.
Aunque González dice que es cierto que hay grupos de extrema derecha en Ucrania, como la milicia conocida como el Batallón Azov, las afirmaciones de Putin sobre la influencia de los neonazis en Ucrania son exageradas. "La clase política dirigente en Ucrania está compuesta en su mayoría por políticos centristas que se alinean con los ideales de las instituciones de la Unión Europea", afirma González.
No sólo la comunidad internacional ha rechazado abrumadoramente la guerra de Rusia; también lo han hecho algunos miembros de los medios de comunicación rusos que antes eran leales al Kremlin: Marina Ovsyannikova, periodista de la cadena de televisión rusa controlada por el Estado, protestó contra la guerra durante una emisión en directo y fue detenida, interrogada y multada.
Las protestas contra la guerra también han tenido lugar en ciudades rusas, como San Petersburgo, donde las detenciones policiales, según la información compartida en redes sociales y los medios de comunicación europeos, se cuentan por los miles. Algunos periodistas rusos fueron detenidos por cubrir esas protestas. Una nueva ley aprobada por los legisladores rusos permitiría castigar a los periodistas con penas de cárcel por emplear información falsa sobre las operaciones militares de Rusia—es decir, informaciones que no coinciden con la versión del Kremlin.
Una nueva vida
Los autobuses que transportan a la gente desde Lviv llegan cerca de la frontera con Polonia. Los autobuses dejan a los agotados viajeros a unos 300 metros del paso fronterizo. A continuación, los refugiados caminan en fila hasta un puesto de control militar fuertemente custodiado.
Ya en la frontera, el 13 de marzo, veo a madres y abuelas que llevan bebés en un brazo y utilizan el otro para arrastrar pesadas maletas en las que parecen cargar toda su vida. Niños pequeños, exhaustos y con caras de susto, se aferran a un gato, un perro, un peluche o una bolsa con pertenencias familiares.
Al llegar al puesto de control, todavía en suelo ucraniano, entregan sus documentos a un soldado y esperan. Después de que pasen entre 40 y 50 minutos, les sellan los pasaportes y se les permite continuar.
Unos metros más adelante, en el lado polaco, cada familia vuelve a entregar sus documentos al funcionario de migración. Los ucranianos entran sin mayores complicaciones. El resto de los refugiados, que también han huido de Ucrania pero tienen otra nacionalidad, forman otra fila para ser inscritos en un registro.
El trato hacia los cuidados ucranianos en la frontera contrasta fuertemente con el supuesto rechazo de algunos africanos que han huido recientemente de Ucrania y con las restricciones que en los últimos años han enfrentado en países europeos los refugiados del Medio Oriente.
En comparación, a los refugiados ucranianos se les ha dado la bienvenida con brazos abiertos. Una vez en suelo polaco, tras una hora y media de espera con temperaturas de -5 grados centígrados, un autobús lleva a los refugiados a un inmenso gimnasio habilitado como refugio en el pueblo polaco de Lubycza Królewska, a unos 10 kilómetros de la frontera.
En el albergue, como en otras partes de Polonia, hay oleadas de voluntarios organizados a través de Facebook desde todo el país, y otras partes de Europa. Ofrecen comida, té caliente, ropa, medicamentos e incluso juguetes a los recién llegados. Algunos niños sonríen por primera vez en muchas horas.
Liudmyla, con su hija en brazos, busca el calor de un calentador de gas colocado dentro de una tienda de campaña que sirve de comedor improvisado. Ha sido un largo viaje.
Muchos ancianos, dice Liudmyla, no llegan tan lejos. Se quedan en las zonas bombardeadas por decisión personal, porque quieren apoyar a su país, pero también porque les resulta imposible huir debido a las enormes dificultades físicas del viaje.
"Ellos, al igual que las personas con discapacidad, no pueden soportar las largas caminatas, a veces sin comida y con temperaturas muy bajas", señala Liudmyla.
Los refugiados se registran al entrar al refugio. Cientos de colchonetas, catres y cobijas se extienden sobre el suelo. Cada quien tiene que encontrar un lugar para pasar la noche.
A los voluntarios, que llevan chalecos amarillos para facilitar su identificación, se les puede ver cocinando, organizando listas, llevando cajas y limpiando, incluso a altas horas de la madrugada.
Las luces del refugio nunca se apagan. Hay actividad las 24 horas del día. El lugar nunca se vacía porque a medida que unos se van, llegan otros, lo que mantiene las colchonetas tibias.
A las cinco de la mañana, un altavoz anuncia que el primer autobús sale hacia Varsovia, y así durante todo el día. Pero todos deben esperar su turno y la lista es larga. Le digo al responsable del refugio que soy periodista y que estoy siguiendo a unos refugiados. Anotan mi nombre para el próximo autobús disponible.
A última hora de la tarde del 13 de marzo, Mariia Bachynska y su hija de 16 años consiguen subir a uno de los autobuses con destino a Varsovia. Viajan durante la noche hacia una nueva vida. Me siento al lado derecho de Mariia, junto a la ventanilla.
La oscuridad me impide utilizar la cámara Nikon Z7II que me acompaña. Eso me hace pensar en las muchas imágenes de este viaje que sólo tengo grabadas en la memoria, como las emotivas despedidas con lágrimas y los abrazos y besos en la frontera, donde las autoridades polacas me impidieron tomar fotografías.
Tampoco es posible fotografiar el dolor de las familias separadas que se respira en todas partes, incluido este autobús. La guerra es un monstruo visible e invisible. Y, sin embargo, algunos seguimos creyendo que las fotografías, como el periodismo, pueden ayudar a detener una guerra.
Además es cierto que en la guerra aflora lo mejor de la humanidad, como la solidaridad de los miles de voluntarios que trabajan incansablemente en los refugios, el apoyo mutuo entre madres y abuelas para turnarse la carga de los niños pequeños, o la solidaridad de los que se quedan para resistir—a veces incluso con música—la invasión de su país.
Mientras el autobús se acerca a Varsovia, Mariia mira una y otra vez las fotos de su cuenta de Instagram. Hay fotos de ella y su marido, quien se quedó en el deshecho Este de Ucrania, y de su gato, Fantik, extraviado en algún lugar durante la huida.
"No sé cuándo, pero estoy segura de que volveré a verlos", me dice Mariia. Expresa en voz alta lo que entiendo anhelan todas las personas desplazadas: el reencuentro con sus seres queridos, el fin de la guerra, y la posibilidad de volver a casa.
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Manuel Ortiz Escámez es periodista y fotógrafo documental social, premiado nacionalmente (EE.UU.), que reside en Redwood City, California. Nació en la Ciudad de México, donde se licenció en sociología y obtuvo una maestría en artes visuales, con especialidad en cine documental. Ha viajado por más de 20 países para sus proyectos fotográficos y multimedia, la mayoría de ellos sobre inmigración, justicia social y medio ambiente.
Ha sido durante mucho tiempo profesor de Sociología Visual en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde fue director y fundador del Laboratorio Multimedia de Investigación Social durante más de siete años.
Manuel es el director y fundador de Peninsula 360 Press, un medio de comunicación digital e impreso en Redwood City, California. También ha colaborado como reportero y fotoperiodista independiente para medios como El Mensajero (San Francisco, CA), Alianza News (San José, CA.), Ethnic Media Services (San Francisco, CA), Proceso (México), Sin Embargo (México), Univisión (EE.UU.), The Nation (EE.UU.) y la Agencia Gran Angular (Francia).