La última parada
El nuevo libro de una periodista mexicana lleva a los lectores a un desconcertante recorrido que revela cómo los criminales organizados rutinariamente apuntaban y mataban a viajeros con destino a la frontera de Texas, con casi total impunidad
Nota del editor: Marcela Turati, una de las mejores periodistas investigativas de México, ganadora del Premio Maria Moors Cabot, y cofundadora de la organización investigativa sin fines de lucro Quinto Elemento Lab, ha dedicado más de una docena de años a documentar las historias de los desaparecidos de México y sus más de 2.000 narcofosas, una impactante serie de tumbas escondidas recién descubiertas. Su primer encuentro con una de esas notorias fosas comunes se produjo en el 2011 en una intersección llamada San Fernando, una comunidad pintoresca conocida, entre muchas otras cosas, por su coctel de camarones.
Turati reveló que mucha gente enterrada en lomas sin marca en San Fernando (y en narcofosas en otros lados) contenían los restos de una guerra contra el narcotráfico que arrasaba por los estados a lo largo de la frontera con Texas bajo el mandato de seis años del Presidente Felipe Calderón, que terminó el 30 de noviembre de 2012. Esas severas medidas militares del gobierno federal y los cargos penales relacionados de supuestos cerebros de carteles fueron financiados en gran medida por los Estados Unidos mediante la llamada Iniciativa Mérida y resultó en una lucha territorial entre grupos de crimen organizados, incluyendo un conflicto particularmente brutal entre el Cártel del Golfo y sus antiguos socios violentos, los Zetas.
Turati se enteró de que muchas personas asesinadas y enterradas en secreto en las narcofosas tenían poco o nada que ver con el tráfico de drogas. Encontró familias, se hizo amiga de forenses expertos, y descubrió historias de personas, algunas de las cuales se dirigen hacia la frontera con Texas para comprar un repuesto para un taller mecánico o a visitar familiares, o a cruzar a los Estados Unidos para trabajar o hacer compras.
Muchos habían cometido el mismo terrible error: parar en el pueblo de San Fernando.
El alma se me desprendió en Matamoros, en esa esquina noreste de México, en los límites con Texas. Estoy casi segura de que se quedó detenida en un retén del estado de Tamaulipas, después de que me asomé a unas fosas clandestinas recién descubiertas.
Los días siguientes a esa cobertura, en abril de 2011, tuve una sensación de ingravidez. Lo noté en la redacción de la revista Proceso, donde entonces trabajaba; un colega me preguntó cómo me había ido en aquel viaje a la frontera documentando una nueva tragedia propiciada por la “guerra contra las drogas”, y me recuerdo caminando de prisa como sin hallarme, la mirada en ninguna parte; luego, a la sombra del árbol del patio, intentando poner sentido a lo que había visto. Despalabrada.
Solté entonces mi incomprensible respuesta:
— Mi alma se quedó en un retén. No ha llegado.
En el teclado de la computadora volqué algo de lo que tenía atorado, quería exorcizar eso que había tocado en aquella cobertura, la más difícil de todas: en la morgue de Matamoros acababa de ver una pila de cuerpos desenterrados provenientes de las decenas de fosas recién descubiertas. Los cadáveres descompuestos estaban en el suelo, dentro de bolsas negras de plástico como las que se usan para sacar basura, selladas con cinta color canela. El tufo a muerte era insoportable.
Cuando me fui de ahí el conteo iba en 145 personas muertas; la suma final admitida por el gobierno sería de 193. Esos eran los cuerpos que no pudo ocultar.
A la sala de redacción en Ciudad de México me siguieron las imágenes de la inacabable procesión de familias dolientes llegadas de todo el país, movidas por la noticia del hallazgo. Notaba en ellas un forcejeo interior en el ruego a los funcionarios para que les permitieran ver si alguno de esos cadáveres era el hijo que no llegó a casa, la hermana por la que pagaron un rescate pero no regresó, el padre del que no tienen noticias, los hermanos que no responden el celular, la madre que fue levantada… Y, al mismo tiempo, suplicaban a Dios para que ninguno de esos bultos amontonados fuera la persona amada que buscan.
Las noticias fluían a cuentagotas, una más cruel que la otra.
La administración de la información hacía más tortuosa la espera.
Presencié el momento en que los peritos desempacaron el montón de muertos y los metieron en un tráiler que los llevó a la capital del país. Porque la orden del gobierno era borrar esos cuerpos de la escena pública. Para que no se le amontonaran más familias. Para que no llegara más prensa. Para no espantar al turismo de Semana Santa.
Supe después, pasado un tiempo, que en su nuevo destino el gobierno federal los enterró en otra fosa; esta vez en un panteón municipal de CDMX. El mismo patrón siguió el gobierno estatal con los cadáveres que se quedó.
Con el tiempo constaté que las decisiones políticas tomadas ese día sobre el destino de esos cuerpos, y las que siguieron, condenaron a muchas familias a una tortura que continúa 12 años después.
Esa atrocidad que fui a cubrir a Tamaulipas fue conocida en México como “el hallazgo de las narcofosas de San Fernando”, la “masacre de los autobuses” o, en jerga forense y ministerial, “San Fernando 2”.
El número “2” es un recordatorio de que estas fosas fueron halladas en el mismo municipio donde ocho meses antes, a fines de agosto de 2010, 72 migrantes (de los que 14 eran mujeres) habían sido masacrados. San Fernando quedó vinculado para siempre a la brutal imagen de los 72 cadáveres que yacían inertes, recargados unos contra otros, caídos en el piso de tierra de una bodega abandonada, arrinconados junto a las paredes de concreto; sus cuerpos maniatados, los ojos vendados, el tiro en la cabeza. A esa atrocidad ocurrida también en el sexenio de Felipe Calderón las autoridades la denominaron “San Fernando 1”.
Pero, aunque el municipio era el mismo, el horror destapado con las fosas de abril de 2011 era distinto. Esta vez no se habían encontrado cuerpos tendidos a ras del suelo, como era común en esos años violentos, sino decenas de montículos de tierra que ocultaban personas muertas en distintos momentos y — después supe — en diferentes masacres ocurridas durante meses. O años.
En cuanto el hallazgo se convirtió en escándalo nacional comenzamos a enterarnos de que la abrumadora mayoría de los asesinados eran varones, eran jóvenes, eran pobres. Pronto supimos que entre las víctimas no solo había personas mexicanas, también centroamericanas, y que muchas de ellas transitaban por las carreteras que conectan a México con la frontera de Estados Unidos, hasta el momento fatal en que fueron forzadas a bajar del vehículo que las transportaba. Siempre en San Fernando, justo en ese municipio bisagra que es paso obligado para llegar a Reynosa o Matamoros.
Que los autobuses en que viajaban llegaban a las terminales de la frontera sin pasajeros, solo con maletas. Que los equipajes sin dueño se iban amontonando en depósitos. Que sus propietarios no volvieron de San Fernando para reclamarlos. Que las compañías de autobuses guardaron silencio.
Cuando la indignación por estas noticias creció, las autoridades se apuraron a aclarar que esas muertes ocurrieron solo durante tres o cuatro días, y solo a unos cuantos pasajeros de unos poquitos autobuses. Y que los perpetradores eran integrantes del grupo criminal de Los Zetas.
Los cuerpos exhumados, sin embargo, comenzaron a arrojar otras realidades…
—
Suscríbete al boletín de noticias de palabra.