Las otras víctimas
En medio de una crisis de desapariciones forzadas en México, miles de familiares de personas desaparecidas enfrentan desafíos de salud mental que son ignorados con demasiada frecuencia o no reciben tratamiento adecuado
Traducido por Patricia Guadalupe
Nota de editor: este reportaje se produce en asociación con Slate y cuenta con el apoyo del Centro Pulitzer.
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Jesús Ramón Martínez Delgado desapareció hace cuatro años. Tenía 34 años y era padre de tres hijos. Su familia lo recuerda como generoso y amable, el chico del barrio con el que se podía contar por unos pesos o una comida si estabas pasando por dificultades.
Probablemente entendía lo que es estar desanimado: había luchado durante mucho tiempo contra la adicción a la metanfetamina. Lucha con todas tus fuerzas, le había dicho su madre. Y lo había hecho. Se había mantenido sobrio durante cinco años en la Ciudad de México, donde trabajaba para una empresa de cable. Pero su relación a largo plazo se estropeó y perdió la sobriedad. Eventualmente regresó a Hermosillo, una ciudad del desierto en Sonora, México. Allí se encargaba de una tienda familiar que vendía cerveza Corona, refrescos, bocadillos, y cigarrillos. Estaba al cruzar la calle de un taller de reparación de bicicletas y una panadería en un barrio de clase trabajadora. En el momento de su desaparición, llevaba cinco meses sobrio y estaba recomponiendo su vida, dice su familia.
La noche del 2 de diciembre de 2018, Jesús tenía planeado un noche tranquila en casa y cerró la tienda. Pero pasó su vecino Francisco Moreno, queriendo comprar cigarrillos. Unos minutos después, dos desconocidos metieron a fuerzas a Jesús y Francisco en una misteriosa camioneta blanca y se los llevaron.
La madre de Jesús, Cecilia Delgado Grijalva, estaba de vacaciones en Arizona cuando se enteró que había desaparecido. En un estado de gran ansiedad, condujo 353 millas durante la noche.
En la mañana visitó la oficina de la policía estatal de Sonora porque la gente del vecindario le había dicho que habían visto a los oficiales estatales con Jesús y Francisco cuando los dos hombres fueron secuestrados. La policía estatal, que no respondió a múltiples solicitudes de entrevistas para este reportaje, ha negado repetidamente cualquier participación en la desaparición, según los registros policiales que obtuve.
'Necesito un poco de verdad, paz, y justicia’.
En los siguientes días, Cecilia buscó a Jesús en todos los hospitales, las cárceles, y cuarteles de policía en Hermosillo y en los pueblos y ciudades aledaños. Entrevistó a sus amigos. Contactó a la madre de Francisco y terminó prometiendo que buscaría a los dos hijos. Y frecuentemente se comunicaba con la policía estatal y con la procuraduría de justicia de Sonora, que se encargaba de investigar las desapariciones. Ella les daba detalles según los obtuviera, incluidos los nombres de los testigos y el número de la camioneta Ram de la policía estatal que supuestamente fue vista en la calle cerca de la tienda. Esperaba que las autoridades iniciaran una investigación a fondo y encontraran a su hijo con vida.
Pero se sintió bloqueada.
Después de varios meses de buscar a Jesús, se unió al movimiento buscadoras, formado en gran parte por mujeres que buscan los restos de sus seres queridos desaparecidos porque las autoridades no lo hacen. Al difundir sus búsquedas en las redes sociales, marchar en las calles, y enfrentarse a poderosos funcionarios públicos que permiten la impunidad, las buscadoras obligan a México a no apartar la mirada de su crisis de desapariciones: ahora 108,928 y contando.
Las desapariciones han dejado a su paso decenas de miles de familiares afligidos, muchos de los cuales luchan con problemas de salud mental que son ignorados o tratados de manera inapropiada. Su duelo complicado a menudo se ve empeorado por la negligencia institucional, la falta de justicia, la inseguridad financiera, el vivir con miedo, y el aislamiento social, dicen psicólogos y defensores de los derechos humanos.
Gisela Torres Pinedo, psicóloga en el estado mexicano de Guanajuato que trabaja con familiares de desaparecidos, me dijo que los familiares “están desafiando un sistema donde prevalece la impunidad penal”. En su “búsqueda de la verdad y la justicia”, señaló Torres Pinedo, los familiares están “expuestos a múltiples experiencias traumáticas”.
Mientras Cecilia buscaba a su hijo, la policía y los fiscales frecuentemente la rechazaban, y vivía en peligro de desaparecer por exigir rendimiento de cuentas a los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley. Esto, más la incertidumbre de lo que le había pasado a Jesús, puso a prueba su salud mental, me dijo.
No podía comer ni dormir. Sufrió ataques de pánico. No podía estar sola en la casa sin pensamientos desagradables. Su matrimonio con su segundo marido, un taxista y padre de los dos hijos que le quedaban, sufrió. Debido a que la búsqueda ocupaba la mayor parte del tiempo de Cecilia, perdió tres de las cuatro tiendas que poseía, junto con los ingresos que iban con ellas. Le preocupaban sus hijos, cuyas vidas se vieron afectadas por la desaparición de su hermano.
Cecilia sabía que necesitaba ayuda, pero al igual que otros miles de familiares de desaparecidos que vivían un duelo complicado e interminable, sus opciones de atención de salud mental gratuita eran limitadas.
Como muchos propietarios de pequeñas empresas, no tenía seguro médico privado. Y no solicitó un seguro gratuito del gobierno porque lo consideró inadecuado. Visitó en cambio a un psicólogo por su propia cuenta. Allí explicó que buscar con otras buscadoras fue lo único que la distrajo temporalmente de un dolor casi insoportable. El psicólogo le dijo a Cecilia que dejara de buscar y siguiera con su vida. Pero Cecilia sabía que detenerse no la ayudaría.
Sin dejarse intimidar por el psicólogo, pronto buscó la ayuda de un psiquiatra de Hermosillo recomendado por un amigo. El psiquiatra le recetó medicamentos contra la ansiedad que le permitieron comer y dormir.
Sin la medicina, Cecilia no podía levantarse de la cama.
Para contar la historia de Cecilia, hice reportajes en México y Estados Unidos a lo largo de varios meses. Entrevisté a Cecilia muchas veces y hablé con miembros de su familia y parientes de otros desaparecidos. Entrevisté a profesionales mexicanos de la salud mental. Analicé investigaciones académicas sobre violencia y salud mental, informes de derechos humanos, informes del congreso estadounidense, datos de la Comisión Nacional de Búsqueda de México, y registros policiales y judiciales mexicanos relacionados con la desaparición de Jesús. Para protegerlos, no nombro a los familiares de Cecilia ni a los testigos y acusados en los registros policiales. Con excepción de Cecilia, utilizo solamente los nombres de pila de los familiares de los desaparecidos para proteger su identidad.
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Muchas de las desapariciones no resueltas en México son “desapariciones forzadas”, que Naciones Unidas cataloga como aquellas perpetradas por agentes del Estado y/o personas o grupos habilitados por el Estado. Por lo general, van seguidos de un encubrimiento oficial. Este año, el Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU informó que “el crimen organizado se ha convertido en un perpetrador central de desapariciones en México, con diversos grados de participación, consentimiento, u omisión por parte de los servidores públicos”. Las desapariciones mexicanas fueron “facilitadas por… la impunidad casi absoluta”, según la ONU (En respuesta, el gobierno mexicano dijo que estaba comprometido a colaborar con grupos de derechos humanos, había realizado mejoras en las leyes y la infraestructura, y había apoyado a las familias de las personas desaparecidas y los grupos que los buscan.)
México ha registrado sus desapariciones desde 1964, según la Comisión Nacional de Búsqueda del país. Pero más del 97% de las desapariciones sin resolver han ocurrido desde 2006, informó la ONU. Fue entonces cuando México desató su ejército contra los cárteles, desestabilizando algunos grupos criminales mientras creaba “grupos a menudo ultraviolentos” más pequeños que luchaban por el territorio en medio de una “demanda constante de drogas ilegales por parte de usuarios estadounidenses y europeos”, informa el Servicio de Investigación del Congreso.
En este contexto, Cecilia buscó a Jesús con un colectivo de buscadoras hasta mayo de 2020, cuando se enteró que el grupo recibía dinero para buscar a sus seres queridos desaparecidos. Indignada por lo que consideraba explotación, Cecilia fundó su propio grupo Buscadoras Por La Paz Sonora, que no cobra por sus búsquedas.
Contribuyendo con dinero para gasolina y comida (las búsquedas locales generalmente cuestan alrededor de $100), Buscadoras Por La Paz Sonora siguió las pistas anónimas, rastreando pueblos pequeños y ciudades aglomeradas, ranchos ganaderos, y granjas de vegetales. Mejoraron su forma física trepando por las colinas rocosas del desierto y golpeando la dura tierra con picos. Además de Jesús y Francisco, Cecilia ahora buscaba a Moisés, un sobrino que desapareció en julio de 2020.
En noviembre de 2020, Buscadoras Por La Paz Sonora encontró un grupo de siete fosas escondidas debajo de árboles espinosos en la cuesta de una colina a unos pocos kilómetros al sur de Hermosillo. Convocaron a peritos forenses estatales, quienes, según Cecilia, trasladaron los restos de dos mujeres y 16 hombres para su análisis forense. (La oficina del fiscal general de Sonora tenía un número diferente: ocho hombres y dos mujeres). Un esqueleto todavía vestía pijamas. Otra ropa encontrada en las fosas incluía una camiseta impresa con las palabras "Wall Street" y un sostén negro con rosas. Los esqueletos mostraban evidencia de tortura y muertes dolorosas: tibias fracturadas, cráneos severamente fracturados, filas de dientes desaparecidos, costillas hechos pedazos.
Jesús y Francisco estaban enterrados en una fosa.
Cecilia reconoció el esqueleto de su hijo por los frenillos en los dientes, la chamarra de camuflaje con forro naranja, y los mechones de cabello que aún colgaban de su cráneo. Cuando ella acarició su cráneo, un mechón de cabello se deslizó en su mano.
Había sufrido el trauma de la desaparición de Jesús durante dos años, pero encontrar sus restos fue el peor trauma de todos. Los flashbacks de ese terrible momento fueron, y siguen siendo, incesantes.
Las autoridades le dijeron que murió de choque hipovolémico: pérdida de sangre y líquidos. Dos de las costillas de Jesús estaban en pedazos. Por lo demás, su esqueleto estaba intacto y no había señales de que le hubieran vendado los ojos, atado, o disparado.
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Aunque había hablado con ella muchas veces por teléfono, conocí a Cecilia por primera vez a fines de abril, cuando la acompañé a ella y a varios miembros de Buscadoras Por La Paz Sonora en una búsqueda de dos días en la zona minera y ganadera del norte de Sonora.
Había cancelado el viaje un par de veces por razones de seguridad. Con grupos criminales compitiendo por corredores de contrabando rentables hacia los EE. UU., Sonora se estaba volviendo cada vez más violenta. En 2022, el número de desapariciones sin resolver en Sonora se disparó a 4,455 y sigue aumentando. La población del estado es cercana a los 3 millones de personas.
A Cecilia le pareció irónico que el mismo gobierno acusado de permitir las desapariciones y la impunidad acompañara a familiares en la búsqueda de seres queridos desaparecidos. Aunque culpó a los policías estatales por tener un papel en la desaparición de su hijo, Cecilia aprendió a aceptar a los oficiales estatales que acompañaban buscadoras para protegerlas durante las búsquedas. Y aunque el personal militar federal estaba implicado en la violencia en otros estados, ella tenía plena confianza en las tropas de la Guardia Nacional federal que protegían a las Buscadoras Por La Paz Sonora.
La Comisión Estatal de Personas Desaparecidas de Sonora proporcionó transporte y dos empleados para nuestro viaje. Antes del amanecer, una camioneta blanca con el logo de la comisión me recogió en mi hotel. Aryel, el conductor de 30 años, dijo que comenzó a trabajar para la comisión después de que su padre, Artemio, desapareciera en 2021. Artemio era dueño de una tienda, era ganadero, y compraba ganado a amigos que eran ganaderos indígenas yaquis. Todavía está desaparecido.
Al amanecer, se nos unieron siete buscadoras, que vestían vaqueros, botas de montaña, y camisetas blancas de manga larga con los nombres y fotos de sus seres queridos desaparecidos. Se instalaron entre bolsas de viaje y hieleras llenas de burritos caseros, agua embotellada, y refrescos. Cecilia se sentó sola, tocando con sus largas uñas azules su teléfono. Su espeso cabello negro estaba recogido en una cola de caballo. Llevaba anteojos oscuros de gran tamaño y lápiz labial rojo brillante.
En el viaje de cuatro horas por carretera, Natalia miró por la ventana. Ella no quería hablar mucho. Sus dos hijos habían desaparecido unos tres meses antes.
Paty había trabajado felizmente en un restaurante de sushi en Hermosillo hasta que perdió a cuatro seres queridos en cuestión de semanas en 2020. Su hermana desapareció y no ha sido encontrada. Su hermano, padre, y cuñado fueron asesinados.
'El amor es más fuerte que el miedo, y solo queremos llevarlos a casa.'
Francisca había enterrado los restos de su hijo Miguel hace unos cuatro meses. Desapareció en 2020, cuando tenía 21 años. “Mucha gente me dice: 'Gracias a Dios que lo tienes de vuelta'”, me dijo. “Pero tal vez vivir con la esperanza de que estaría vivo era mejor”.
En la radio de la camioneta, el locutor habló sobre las desapariciones y asesinatos de periodistas en Sonora. Luego, se cambió al pop mexicano y las buscadoras cantaron. Una mujer pasó una taza de café con forma de vibrador. Las buscadoras se echaron a reír.
Llegamos a Cananea, un pueblo minero de cobre. Pasamos por casas pequeñas, tiendas de sándwiches, y escuelas preescolares. Parecía poco probable que una ciudad aparentemente tan tranquila estuviera plagada de espeluznantes desapariciones, pero cuando nos presentamos en el cuartel de policía, unos 30 familiares estaban esperando.
“Esta es la primera búsqueda en Cananea. Estamos felices de estar aquí a pesar de nuestro dolor”, dijo Cecilia al grupo. “Estamos aquí para encontrar nuestros tesoros. Temíamos perderlos, y lo hicimos. Pero el amor es más fuerte que el miedo, y solo queremos traerlos a casa”.
Finalmente, nos desplazamos por un camino antiguo: una caravana de camiones blancos de la policía estatal llenos de gente de Cananea, nuestra camioneta repleta con seis pasajeros adicionales y una enorme tina de ensalada de macarrones con crema (pasta), y los camiones de la Guardia Nacional que transportaban a jóvenes soldados con armas automáticas listas. Dado que los funcionarios de la mina se habían negado a permitir que las buscadoras revisaran en la propiedad de la mina, seguimos otro informe anónimo y estacionamos en un paisaje desolado de colinas azotadas por la sequía: un rancho de ganado.
Cecilia condujo a un grupo de novicias de Cananea por una colina empinada, explicando las técnicas adecuadas para buscar restos humanos. Busque tierra revuelta, pasto aplastado, árboles con ramas cortadas. Con una bufanda shemagh con borlas sobre su gorra para protegerse del sol, Cecilia demostró cómo meter una sonda de metal en la tierra. Explicó los olores que se identificarían cuando se sacara la sonda. Un cadáver recién podrido huele fuertemente a cerdo podrido. El olor a grasa quemada sugiere carne humana carbonizada. Y el olor a amoníaco sugiere restos humanos que han estado enterrados durante más tiempo.
Los picos y las palas resonaron al golpear las rocas. Pero al terminar el día, no se encontraron cuerpos.
Compartí una habitación de motel con Cecilia, Paty, y Teo, cuya hija Azucena, de 43 años, desapareció mientras caminaba hacia el gimnasio en febrero de 2021, y sigue desaparecida. La desesperación de Teo la convirtió en un blanco fácil para los extorsionistas. Prometieron llevar a Teo a donde estaba Azucena por unos $2,500, una fortuna para Teo, pero ella lo pagó. Luego exigieron otros $2,500. Teo no los tenía. Se sentía sola e indefensa. Un psiquiatra sugirió medicamentos, pero Teo no lo quería. Solo Cecilia y sus compañeras buscadoras entendieron lo que ella sentía. Buscar era su terapia.
A la mañana siguiente, con otra información anónima, nuestra caravana de policías, soldados, residentes, y buscadoras estacionó cerca de una capilla al borde de la carretera construida en honor a los policías municipales que fueron asesinados a tiros en 2007 en medio de una supuesta guerra entre dos cárteles.
Detrás del santuario habían dos vendas para los ojos desechadas hechas con rollos de vendajes blancos y cinta adhesiva marrón. Un par de vaqueros de hombre, aparentemente cubiertos de sangre seca, colgaban de una cerca de alambre. Abajo, sobre el pasto pisoteado, habían dos pares de calcetines de hombre, restos de dos camisas de hombre, un paquete medio vacío de antibióticos, y una bolsa de mentas derramada.
Después de varias horas, las buscadoras una vez más no dieron con nada. Así son las cosas, dijo Cecilia después. A veces no encuentras nada, otras veces las búsquedas son positivas.
Poco antes de salir de Cananea, Cecilia se juntó con una mujer que estaba muy desanimada por las búsquedas infructuosas. Cecilia le contó sobre el tormento mental que vive. Pero al menos existe el consuelo de saber que tuvo un funeral bonito y que fue enterrado con dignidad en una hermosa tumba a la que ella pudo llevar flores, dijo. Formen su propio colectivo de buscadoras, le dijo a la mujer; es una terapia en sí misma.
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Cecilia exigió, y en 2022 finalmente recibió, documentos policiales y judiciales relacionados con la desaparición y asesinato de su hijo. Después de cinco páginas, no pudo leer más. Lo que la molestó fue cómo las autoridades culparon a su hijo por su propia desaparición. Los registros incluyen relatos de testigos y policías que pintan a Jesús como un traficante de drogas de poca monta que vende metanfetamina en la tienda. Los documentos también hacen referencia a dos casos en los que Jesús había sido acusado de robo pero nunca fue condenado.
Cecilia no cree que su hijo fuera traficante de drogas o ladrón.
Me dijo que les preguntó a los testigos por qué dirían esas cosas sobre su hijo. Respondieron que temían ser desaparecidos si no decían lo que la policía parecía querer escuchar.
Es fácil que los fiscales no investiguen cuando la persona desaparecida es calificada como narcotraficante, vendedor o adicto, dijo Cecilia. “Esto es lo que me mata”.
Culpar a la víctima, junto con la falsificación de pruebas, la negativa a iniciar investigaciones, y la intimidación de testigos y víctimas causan “impunidad activa” en México, informó OpenGlobalRights en 2021.
En los registros, la policía del estado de Sonora afirmó que el vehículo policial que los testigos supuestamente vieron estacionado cerca de la tienda durante el secuestro de Jesús no podía ser manejado la noche de la desaparición. Estaba en el taller con problemas de transmisión. A los oficiales asignados a este vehículo se les asignaron otras funciones oficiales.
Pero en un estremecedor informe de 2021, la Comisión de Derechos Humanos de Sonora afirmó que la investigación de la fiscalía general de Sonora sobre el caso de Jesús estuvo plagada de omisiones, deficiencias, e irregularidades que violaron los derechos humanos de sus familiares. La negligencia institucional puso a prueba la ya frágil salud mental de los familiares, dijo la comisión. Recomendó que la fiscal superior del estado reinvestigue profesionalmente el caso para no facilitar la impunidad. La Procuraduría General de Justicia de Sonora ha defendido su manejo del caso. (Me comuniqué con la agencia por teléfono y correo electrónico varias veces durante un período de semanas en busca de comentarios sobre la carta de la comisión, que ahora tiene un año. No recibí una respuesta).
'Tal vez vivir con la esperanza de que él estaría vivo era mejor.'
La comisión de derechos humanos también increpó a la fiscal general por no agregar inmediatamente a Cecilia y su familia a un registro de “víctimas indirectas”. Este descuido significó que la familia de Cecilia había sido privada durante mucho tiempo de los beneficios disponibles para los familiares de los desaparecidos, incluyendo asesoramiento jurídico gratuito, compensación económica, protección, y servicios psicológicos.
Cecilia fue registrada apenas unos días después de que la fiscal general de Sonora recibiera las recomendaciones de la comisión. Ella comenzó una batalla continua para obtener beneficios. En el otoño de 2022, el gobierno comenzó a pagar sus medicamentos psiquiátricos. Pero todavía está luchando por el reembolso de los gastos del entierro. Cada semana visita a un terapeuta de duelo pagado por el gobierno, quien le dice que se concentre en los recuerdos bonitos. Ella dice que esta terapia no le está funcionando.
“Necesito un poco de verdad, paz, y justicia”, me dijo Cecilia. Lo necesita no solo para ella misma, sino para sentar un precedente para las otras madres por las que lucha. Las madres que están aterrorizadas y encerradas en sus casas. Las madres que están acostadas en la cama y no pueden levantarse.
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En septiembre tuve una teleconferencia con tres miembros de Tejedores, un grupo de psicólogos que, entre otras cosas, investigan los impactos de las desapariciones en la salud mental y ofrecen terapia gratuita a los familiares de los desaparecidos.
No parece haber una solución a corto plazo para brindar atención de salud mental adecuada en la escala en la que se necesita. Pero a largo plazo, sugirió el psicólogo David Márquez Verduzco, la mejor solución implicaría trabajar con universidades para desarrollar áreas de estudio especializadas que aborden el tratamiento de las víctimas de la violencia, incluyendo los desaparecidos.
De todas las formas de violencia, las desapariciones presentan los mayores desafíos para la salud mental, me dijo el psicólogo clínico Michel Retama. Retama, experto en el impacto de la violencia en la salud mental, dice que las desapariciones no pueden procesarse como un duelo normal. Las acciones estatales como no investigar o procesar un caso pueden ser más traumatizantes que desenterrar restos humanos porque la negligencia institucional hace que las personas desaparezcan una y otra vez, dijo. Desaparecen cuando el estado no logra mantenerlos a salvo, encontrarlos vivos, y hacer justicia. Desaparecen una vez más cuando sus familiares se ven privados de los beneficios a los que tienen derecho o cuando reciben una atención de salud mental inadecuada.
Daniel Zenteno, psicólogo especializado en terapia de grupo, a veces brinda psicoanálisis a buscadoras en el campo durante sus búsquedas o en sus comunidades. Los psicólogos harían bien en “bajarse del pedestal”, dijo, y escuchar con atención y respeto. No busca curar a los familiares; el daño es irreparable.
En cambio, los acompaña a través de todas las “situaciones difíciles”.
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Ahora, a los 53 años, Cecilia todavía recuerda el horror del momento en que encontró el esqueleto de Jesús en la fosa clandestina, y todavía tiene recuerdos intrusivos imaginando su muerte. Todavía toma medicamentos que le permiten pasar el día.
Sus miedos pueden ser abrumadores. Ella teme que su hijo menor sea el próximo en desaparecer. Ella quiere que él se encuentre con su hija que tiene 25 años y ahora vive en Estados Unidos.
La hija de Cecilia se fue de México para escapar de su propio dolor. Pero solo empeoró. Se siente aislada y sola. Se siente culpable por irse y teme que maten a su madre. Un médico estadounidense le recetó un medicamento para la ansiedad y la depresión, pero le daba sueño y dejó de tomarlo. Le preocupaba que los medicamentos la hicieran olvidar a su hermano. “Y de todos mis miedos, olvidarlo es el peor”, me dijo.
Cecilia no ha encontrado a su sobrino Moisés. Todavía realiza búsquedas varias veces a la semana y las transmite en Facebook Live. Organiza marchas muy visibles en Hermosillo y va a talleres con otras buscadoras en la Ciudad de México.
Las desapariciones no terminan. El gobierno no las detiene, y el gobierno podría detenerlas, o al menos disminuirlas, piensa a menudo.
Hasta el momento, Buscadoras Por La Paz Sonora ha descubierto 333 cuerpos. Hasta donde sabe Cecilia, no se ha procesado ni un solo caso.
Actualmente, casi siempre usa un collar que contiene dos mechones de cabello castaño: uno es un recuerdo del primer corte de cabello de Jesús de niño y el otro se deslizó de su cráneo el terrible día en que lo encontró. El collar está diseñado en forma de un corazón perfecto.
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Terry Greene Sterling ha basado su periodismo durante mucho tiempo en las raíces de su familia en la zona fronteriza entre Arizona y Sonora. Becaria del Centro Pulitzer, ha sido tres veces Periodista del Año de Virg Hill Arizona y es editora del Centro de Reportajes de Investigación de Arizona. Su trabajo ha aparecido en numerosos medios, incluyendo The Washington Post, The Atlantic, The Guardian, Slate, High Country News, National Journal y Daily Beast. Este es su primer reportaje para palabra y siempre estará cerca de su corazón. Le encantaría hablar con lectores en Twitter @tgsterling o a través de su sitio web.
Marie Baronnet estudió arte y fotografía en Francia, donde se crió. Trabajó como reportera gráfica para revistas internacionales, junto con una serie de fotos y videos de investigación desde Borderlands hasta el este de Los Ángeles. En 2020, su primer largometraje documental, AMEXICA, fue transmitido por el canal Arte, producido por el nominado al Óscar Raoul Peck (I’M NOT YOUR NEGRO). Este documental retrata la frontera "amexicana" a lo largo de 10 años. Actualmente ella está trabajando en su segundo documental en Los Ángeles, donde vive con su hija de 7 años.