Sembrando éxito
Los estudiantes migrantes y sus familias siguen los ciclos de las estaciones por el país durante todo el año para sembrar y cosechar los productos agrícolas de Estados Unidos. Los hijos de estas familias se enorgullecen de la ética de trabajo de sus padres, pero les cuesta continuar con su educación. Desde hace 50 años, la beca CAMP les ha permitido a cientos de ellos ir a la universidad
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El salón del pequeño centro de estudiantes de la Universidad St. Edward en Austin, Texas, podría asemejarse a innumerables otras salas universitarias. Hay un sofá espacioso, un tazón con chocolates que sobraron del Día de San Valentín, y una colorida pintura de un día de verano en el campo.
Pero para Daniela Herbert, una muchacha alta y delgada de 19 años con rizos oscuros, casi todo en ese salón es indicio de lo lejos que ha llegado.
Herbert se encuentra entre los 35 trabajadores agrícolas migrantes que asisten a St. Edward con una beca del Programa de Asistencia Universitaria para Migrantes (CAMP, por sus siglas en inglés), una iniciativa vanguardista. Cada año, con la ayuda del gobierno federal, la universidad admite a 35 estudiantes de primer año que provienen de familias migrantes.
En 2022, el CAMP de la universidad cumplió 50 años, y esto lo hace el más antiguo de su tipo en el país.
La duración del programa y cada estudiante que permite educar reflejan una victoria sobre obstáculos casi insuperables.
Durante el año escolar 2016-17, más de 300,000 niños migraron dentro de los Estados Unidos para seguir los ciclos de la cosecha, usualmente con sus familias, según el Departamento de Educación. Para muchos de ellos, simplemente graduarse de la secundaria puede ser abrumador.
Al crecer con interrupciones constantes en su educación y haciendo una labor manual desgastante junto a sus familias, muchos abandonan sus estudios.
El año antes de empezar la universidad, por ejemplo, Daniela Herbert trabajaba en los campos. Su padre se especializaba en la cosecha de sandías. A partir de los 13 años, Herbert comenzó a viajar con sus hermanos y su padre a fincas en el este de Texas y Nuevo México varias veces al año. Una vez que llegaban, la familia se levantaba a las 4:30 a.m. para sembrar, rotar y elegir cuidadosamente las sandías listas para cosechar antes del amanecer. Para Herbert, muchos de estos recuerdos son buenos recuerdos. Le encantaban la frescura del aire por las mañanas, la atención que se requería para estudiar el desarrollo de cada fruta, y la satisfacción de sembrar semillas y verlas brotar.
Pero los sacrificios que conlleva la labor de los migrantes son inmensos. Desde sus hogares en Texas, California, Florida y otros estados, los trabajadores migrantes conducen a Michigan, Dakota del Norte y Dakota del Sur, Arkansas y Washington según las distintas épocas de cultivos.
Por arduo que sea, la decisión de hacer largos viajes para trabajar en campos y huertas de fresas, manzanas, habichuelas verdes y maní tiene su lógica. Para las familias de bajos ingresos, es trabajo estacional fiable que ofrece algo de control sobre dónde y cómo trabajan. Y, principalmente, es una forma de que todos, incluyendo los niños, ganen sueldos en equipo.
‘No conocía otra cosa. Pero me daba pena hablar de eso’.
Los estudiantes de CAMP como Herbert conocen tan bien la finca como el campus, y muchos dicen sentirse conectados a ambos.
“Me gusta mucho esta pintura”, dijo Herbert, contemplando el paisaje enmarcado en la sala del programa CAMP. “¿Ves a esas dos personas? Están llevando cajas al camión. Aquellas personas allá, al borde de la hilera, están descansando. Están hablando con el jefe. Esas personas en los campos están cosechando. Es exactamente como lucen los campos”.
Medio siglo de becas
Ubicada en una colina a unas millas al sur del bullicioso y congestionado centro de Austin, St. Edward recuerda la tranquila región de colinas de Texas tal como era hace varias generaciones. En la misma época en la que un joven Lyndon B. Johnson trabajaba como maestro de primaria en Cotulla, Texas y quedó conmovido para siempre por la pobreza que vio entre los trabajadores agrícolas mexicanos. Su iniciativa llamada “Gran Sociedad” derivaría en la inauguración de CAMP en 1972, que concede matrícula universitaria y vivienda gratuitas en el primer año a los hijos de trabajadores agrícolas migrantes.
St. Edward fue una de las cuatro universidades que originalmente se unieron al programa. Ahora, 50 años después, es la única que ha ofrecido la beca de manera ininterrumpida desde 1972. (A nivel nacional, hay 59 programas CAMP, incluyendo otros nueve en Texas). Casi 3,000 estudiantes migrantes han participado en el programa de St. Edward. Para ser elegibles, los estudiantes deben satisfacer los requisitos de la institución para ser aceptados, ser residentes o ciudadanos de EE. UU., y demostrar que el trabajo agrícola migrante o estacional es la principal fuente de ingresos, la fundamental, de sus familias.
Hoy en día, el gobierno federal aporta 7% de la beca CAMP completa para estudiantes de primer año, dijo Sonia Briseño, la directora del programa. En 2020, el Departamento de Educación dio a la universidad un subsidio de $2,125 millones por cinco años para financiar matrículas, alojamientos y servicios de apoyo académico. El resto de la beca CAMP – incluyendo matrícula hasta por cuatro años, servicios de salud mental, tutoría académica y otros recursos – totaliza alrededor de $5 millones al año y proviene de donaciones privadas. Una de las patrocinadoras privadas más grandes: Luci Baines Johnson, generación 1997 e hija del expresidente. Junto con su esposo, Ian Turpin, Johnson contribuyó con más de un millón de dólares en 2014. Eso le permitió a los estudiantes de CAMP postularse a proyectos de investigación independientes, y hasta programas de estudio en el extranjero.
Migrante, no imigrante
Para los nuevos estudiantes de CAMP en St. Edward, una de las primeras sorpresas es un ambiente escolar en el que muchos de sus pares y administradores saben apreciar sus orígenes.
Vince Martínez, estudiante de ciencias políticas, creció en Harlingen, Texas. Pero cada primavera, el día que terminaba el año escolar, Martínez, sus padres y sus tres hermanos conducían a campos tan lejanos como los de Arkansas para cultivar algodón, maní y sandías. Cuando llegaba el otoño, llenaban páginas y páginas de papeleo para que los niños pudieran iniciar sus clases semanas después de que estas empezaran. Aun así, algunos de los compañeros de escuela de Martínez y hasta sus propios padres mantenían en secreto su trabajo como migrantes. “A mis padres les preocupaba contárselo a la gente”, dijo. “En parte, no querían revelar que sus hijos estaban trabajando. Se sentían avergonzados. Yo era indiferente –no conocía otra cosa (que ese mundo). Pero me daba pena hablar de eso”.
Hasta en su pueblo natal, donde la población es predominantemente latina, dijo Martínez, había personas que no entendían cómo era la vida del trabajador agrícola migrante. Por ejemplo, muchos de sus compañeros de clase en la secundaria no eran conscientes de que los migrantes suelen ser dueños de casas de las que tienen que partir durante el periodo de siembra. Otros imaginaban que los trabajadores migrantes existían en el pasado y que hoy en día eran máquinas las que cosechan los frijoles, fresas y manzanas.
Lo más doloroso, dijo Martínez, fueron las diatribas que vio en las redes sociales durante los años de la administración Trump que mezclaban a los trabajadores agrícolas inmigrantes con los trabajadores migrantes y en las que, para Martínez, se demonizaba a ambos. No solamente hay una escasez de trabajadores agrícolas, dijo, “muchos trabajadores migrantes son estadounidenses. Este es su hogar. Somos estadounidenses. Mis padres son estadounidenses. Mis abuelos eran estadounidenses. Era un gran insulto a su enorme esfuerzo (por ganarse la vida)”.
Yamilet Banda, una estudiante de CAMP que se crió cuidando a sus hermanos menores en los campos de Michigan, recuerda haberse enfrentado a la misma desinformación. “Mientras crecía, yo mencionaba que era migrante”, dijo. “La gente decía, ‘Oh, eres inmigrante’. No, soy migrante. Es completamente distinto. Después de un tiempo, algunas personas hasta se burlaban, juzgándome no solamente a mí sino también a mi familia. Fue muy hiriente”.
A pesar del dolor de la desinformación sobre ellos, muchos estudiantes migrantes se enorgullecen de la ética de trabajo de su familia y de su cercanía.
“Si realmente trabajas en los campos, sabes lo que es trabajar duro”, dijo Graciela Rodríguez, de 44 años, una dentista de Houston que se graduó del CAMP de St. Edward. “Trabajábamos con naranjas, fresas, tomates, manzanas y pepinos. Se ponen las naranjas en una caja plástica – cuando era pequeña, me ponían en una de esas (cajas) cuando estaba en los campos y estaban pendientes de mí”.
Los administradores de St. Edward, quienes trabajan de cerca con consejeros migrantes para el reclutamiento de los estudiantes migrantes, son bien conscientes de lo que estos jóvenes han obtenido de sus vidas como trabajadores migrantes. Y esa consciencia ahora viene de primera mano: En el 2020, Briseño, una extrabajadora migrante y graduada del CAMP de St. Edward, se convirtió en directora del programa del campus. Como parte de su proceso de contratación, Briseño fue entrevistada por estudiantes actuales de CAMP, quienes comprenden los veranos que pasó conduciendo con su familia para desmalezar campos de sorgo y cosechar cebolla, pepino y tomate en la saliente de Texas. Tras graduarse de St. Edward, completó una maestría en trabajo social en la Universidad de Texas en Austin. “Sigo estando muy conectada a mis raíces en el sur de Texas”, dijo Briseño. Los estudiantes de CAMP, agregó, llegan a la universidad con una formidable ética de trabajo, un extraordinario sentido de lealtad y respeto por las oportunidades.
‘Es difícil alejarnos de ellos. Somos una cultura muy colectiva’.
Los estudiantes de familias migrantes también llegan con desafíos educativos específicos, dijo Briseño. Aun más que otros estudiantes universitarios de primera generación, los estudiantes migrantes, por ejemplo, están profundamente vinculados – e integrados económicamente – a sus familias. Muchos ni siquiera han pasado una noche lejos de ellas. De hecho, algunos regresan al trabajo agrícola durante los veranos, como condición impuesta por la familia para permitirles ir a la universidad; otros hacen el viaje a casa con amigos todos los fines de semana mientras asisten a la universidad simplemente para compartir con sus seres queridos. “Es difícil alejarnos de ellos”, dijo Briseño. “Somos una cultura muy colectiva”.
Para abordar este asunto, CAMP invita a los estudiantes y sus familias a una orientación de una semana antes de que lleguen los demás estudiantes de St. Edward. En inglés y español, los administradores explican el cuidado que los estudiantes recibirán, las expectativas que genera la vida académica universitaria y la variedad de apoyos que tendrán los estudiantes de CAMP.
La beca CAMP incluye el costo de matrícula por cuatro años, al igual que tutoría académica gratuita, talleres de escritura y lectura, actividades en grupo para hablar sobre experiencias en común y aprender habilidades de la vida diaria, y alfabetización financiera. Debido a que la mayoría de los estudiantes de CAMP vienen de escuelas de bajos recursos, con constantes interrupciones en su educación, St. Edward provee tutoría continua gratuita en materias académicas junto con una comunicación cercana entre el profesorado, los administradores y los estudiantes sobre el progreso de estos últimos. En su primer año, también se requiere que los estudiantes de CAMP asistan con regularidad a chequeos de salud mental.
‘(Debido a) la manera en que fui criada, con mi padre en los campos todo el tiempo, mi mamá trabajando todo el tiempo, a veces, cuando pedía ayuda, me ponían un freno’.
Uno de los mayores problemas para los nuevos estudiantes de CAMP, dijo Briseño, es el remordimiento. Al mismo tiempo en que ellos están durmiendo en camas tibias en un campus universitario, despertando con un desayuno caliente en la cafetería, sus padres y hermanos puede que estén durmiendo en el piso en cuartos alquilados durante las duras noches de Michigan, levantándose a las 4 a.m. todos los días para llegar al trabajo.
Otro desafío característico de los estudiantes de CAMP: una aversión a pedir ayuda. Es una técnica de supervivencia en los campos, donde los padres están saturados de trabajo y agotados, y los niños aprenden a temprana edad a cuidarse a sí mismos. “(Debido a) la manera en que fui criada, con mi padre en los campos todo el tiempo, mi mamá trabajando todo el tiempo, a veces, cuando pedía ayuda me ponían un freno”, dijo Yamilet Banda. En St. Edward, ve cómo estudiantes que no son parte del programa CAMP levantan la mano en clase de manera informal para hacer preguntas, o se piden un par de dólares unos a otros para cubrir un viaje de último minuto a la tienda. “Siento que nunca podría hacer eso”, dijo. “No quiero molestar a nadie”.
Sin embargo, CAMP activamente prepara a sus estudiantes a aprovechar los recursos que tienen a su alcance, dijo Briseño. “Hablamos de que no tiene nada de malo no poder dormir de noche, extrañar el hogar, preocuparse por la escuela, y reunirse con los consejeros de salud mental gratis todas las semanas de ser necesario”, dijo. Antes del segundo semestre, CAMP organiza una segunda orientación de un día — esta simplemente para familiarizar a los estudiantes con la abundancia de recursos disponibles para ellos en St. Edward.
Sensación de hogar
Al acercarse el crepúsculo a la colina de St. Edward, la sala del centro de estudiantes está casi vacía. Pero dentro de la oficina de CAMP, Daniela Herbert se queda pensativa frente a la pintura enmarcada del campo veraniego. Señala más y más detalles conocidos – el camión, las cajas, los cajones – satisfecha de que una pintura en su campus universitario refleje con tanta exactitud una parte de su vida que, de otra manera sería desconocida.
El personal de CAMP expresamente honra ese pasado, contratando a estudiantes de CAMP de cursos superiores como consejeros para recién llegados, apoyando una organización de exalumnos de CAMP y convirtiendo la oficina en un refugio para todos los estudiantes de los cuatro grados. “Les gusta estar en esta oficina”, dijo Briseño. “Son primos y primas”.
Al mismo tiempo, CAMP activamente impulsa a los estudiantes más allá de lo que imaginaban para sí mismos. Hace un año, Daniela Herbert rondaba por campos de sandías con un cuchillo de cosecha en el bolsillo. Hoy, estudia comercio. Vince Martínez, quien sufrió un colapso por calor cuando era un niño pequeño en un campo de algodón, acaba de regresar de un semestre en Inglaterra, donde estudió ciencias políticas, el cual fue costeado por la universidad.
Y Yamilet Banda, que se defendía de las burlas por el trabajo de su familia, ahora es consejera de otros estudiantes CAMP, estudia biología y aspira a ser veterinaria. En su tiempo libre, toca instrumentos musicales: piano, trombón, ukelele y guitarra, instrumentos que aprendió a tocar en la escuela primaria y secundaria. La música es fácil para ella, dijo, después de años de cantar con su familia durante la época de migración. Banda también saca tiempo para enviarle preguntas a sus profesores por correo electrónico, y se relaja en la oficina de CAMP con otros estudiantes que, al igual que ella, han hecho el recorrido desde los campos a los salones de clases universitarios. “La gente ya no se burla”, dijo. “Puedo decir con orgullo que soy migrante”.
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