"El voluntariado es la evidencia de los fallos del Estado"

 

Migrantes se reúnen en el patio de la CAFEMIN, el corazón del albergue en la Ciudad de México. Foto de Rafael Esteban Ruiz Blancas/CAFEMIN

 

Los voluntarios de una saturada casa de acogida para migrantes, al norte de Ciudad de México, realizan las labores que las autoridades no hacen, enfrentándose a las tragedias de los demás sin poder cuidarse a sí mismos.

Nota de la editora: Las entrevistas utilizadas en este texto fueron realizadas durante una visita a la CAFEMIN el 25 de octubre de 2023. Esta historia refleja la situación del albergue en aquel momento.

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CIUDAD DE MÉXICO — Tres cuadras antes de llegar al albergue de migrantes, una sabe que está por llegar. Sobre las aceras de este barrio popular del norte de Ciudad de México, empiezan a aparecer, primero esporádicamente y después en grupos, las casitas de campaña improvisadas que alojan a una persona, a una pareja o a una familia. Una vez ahí, hay que sortear un cerco de personas para acercarse a la entrada y llamar a la puerta de la Casa de Acogida, Formación y Empoderamiento para Mujeres Migrantes y Refugiadas, conocida como CAFEMIN. Ahí, un par de voluntarios se encargan de decir a quienes preguntan que lo sienten pero que no, que hoy tampoco hay lugar para una familia más, que ojalá pronto lo haya.

Existe un común denominador en el funcionamiento de los albergues para migrantes en la mayoría de los países de tránsito, como lo es México: su operación está a cargo de la sociedad civil laica o de asociaciones religiosas. Con trabajo voluntario, recursos limitados y sin percibir un salario, incontables individuos en el mundo realizan las funciones que deberían hacer los Estados omisos, con las consecuencias personales que eso conlleva. Acompañar a las personas que han sufrido pérdidas y violencia en el camino pasa factura psicológica y emocional.

 

Voluntarios realizan terapia comunitaria integrativa con migrantes en las instalaciones de la CAFEMIN. Foto cortesía de Samantha Hernández Cerón

 

“Este albergue es un corazón, constantemente hay que tomarle el pulso. Los voluntarios llegan con toda la buena intención de ayudar, pero no cuentan con apoyo psicológico ni terapéutico antes, durante, o después de sus jornadas; no tenemos los recursos para ofrecerlo”, dice Samantha Hernández Cerón, coordinadora del área de comunicación y enlace, y apoyo a la dirección de la CAFEMIN. “El primer día salen llorando; muchos se rompen la primera semana, porque la brutalidad de la violencia que se ejerce sobre los cuerpos de las personas migrantes se ha recrudecido”.

La violencia a la que se refiere Samantha aumentó durante el gobierno del presidente mexicano Felipe Calderón, después de que a partir de finales de 2006 militarizara la seguridad pública justificándose en una supuesta guerra contra el narcotráfico. La situación se ha agudizado en los últimos cinco años por el endurecimiento del control migratorio en el territorio mexicano, exigido por el gobierno estadounidense y aceptado por el actual presidente Andrés Manuel López Obrador, para impedir la llegada de migrantes a la frontera entre ambos países.


‘Es importante que, al empezar, los voluntarios entiendan que ahí hay vida y que las personas son algo más que catástrofe’.


El incremento de migrantes provenientes de Haití y Venezuela que llegan a México, la obstaculización para cruzar la frontera con Estados Unidos, y la pandemia del COVID-19, dieron como resultado una concentración de personas en tránsito y un aumento sostenido de las peticiones de asilo en Ciudad de México. La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados recibió cerca de 30.000 solicitudes de asilo en la capital del país durante 2023, más del doble que las que atendió en 2022. La situación ha generado más necesidades en los 12 albergues para migrantes en esta entidad, pero CAFEMIN es, por mucho, la que recibe la mayor cantidad de personas. Y lo hace sin ser parte de programas del gobierno, porque estos no existen. Los voluntarios gestionan la tragedia y el dolor que los migrantes traen consigo, y con frecuencia les estallan en la cara.

En 2023, la Agencia de la ONU para los Refugiados en México (ACNUR) emitió un comunicado solicitando al gobierno de la capital instalar más espacios de acogida que sean lugares seguros y ofrezcan servicios básicos. La agencia internacional destacó que la atención la brinda especialmente la sociedad civil y, en particular, los albergues, los cuales considera “la columna vertebral de la respuesta” humanitaria. Un esfuerzo que recae en Nederith, Jaqueline, Jonny, Radharani, voluntarios de CAFEMIN, así como en todo el resto de voluntarios de ese y todos los albergues para migrantes de México.

 

Voluntarios trabajan juntos para servir comidas a los migrantes en la CAFEMIN. Foto cortesía de Samantha Hernández Cerón

 

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Nederith Tercero, internacionalista, 26 años. Voluntaria desde hace seis meses: 

“Yo no sabía a lo que me iba a enfrentar. Entonces, me pusieron a trabajar con los niños. Eran muy pequeñitos, no sabían ni agarrar una crayola. Es la experiencia más bonita y enriquecedora que he tenido hasta el momento. Pero, de todo lo que he vivido aquí, lo que más me ha afectado fue la historia que escuché de una pequeñita colombiana de la edad de mi sobrina. Recuerdo que ese sábado salí de aquí, me metí al Metro y lloré: el saber que esta pequeña ya no quería vivir me derrumbó. Esperaba la siguiente semana para verla. Cuando supe que ya se habían ido, me dolió mucho. Mi única manera de manejarlo fue contarlo en casa y escribirlo, entender que no estaba en mis manos. Que lo único que pude regalarle a esta pequeña fue un par de horas de dibujos, de risas, de escucharla. Cada vez que puedo, rezo por ella. Y, cada sábado, me viene su nombre a la cabeza y digo: ‘Es por todos esos niños y es por ella. Por ella lo hago’”.

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La CAFEMIN abrió sus puertas en 2012 en un amplio inmueble de tres pisos en la alcaldía Gustavo A. Madero. Tiene una fachada recubierta por murales coloridos y una reja blanca al frente. Detrás de los muros, se alberga la vida de cientos de personas provenientes de más de 20 países, que hablan hasta seis idiomas diferentes. Todos llevan la esperanza de llegar, tarde o temprano, a Estados Unidos. En 2023, la sobresaturada casa recibió, en promedio, 500 personas por día, cinco veces más de su capacidad real, que es de entre 80 y 100 personas.


‘Claro que la sociedad civil va a cambiar el mundo, pero solo si está politizada. Mi aspiración es tener un cuerpo de voluntariado politizado, un cuerpo de voluntariado crítico’.


La Congregación de las Hermanas Josefinas, encabezada por la hermana Magda Silva, concibió la CAFEMIN como un espacio para mujeres, infancias migrantes y refugiados, ofreciendo estadías que van desde un mes hasta un año. Allí, se les brinda comida, medicina, ropa, ayuda jurídica y psicosocial, además de preparación para emprender sus propios negocios o para trabajar. Ahora no es que haya un límite de cuánto tiempo pueden quedarse en el albergue; es que las personas que llegan realmente están desesperadas por llegar a la frontera norte, explica Samantha. “Hay muy, muy pocos que desean quedarse (en Ciudad de México)”, agrega. Quienes se quedan lo hacen porque tienen graves afectaciones a su salud psicosocial o porque son mujeres embarazadas.

La coordinadora recorre con una sonrisa el interior del albergue: la cocina, donde un grupo de jóvenes migrantes aprende a hacer pan; los dormitorios, cerrados con llave durante el día; y el patio, donde un par de voluntarias preparan actividades para los niños. Lo que se aprende aquí, dice, no te lo enseñan en la universidad: “Aquí no te sirve la mirada de métrica (las mediciones estadísticas), de investigador. Esto es un proceso de construir cercanía y escucha”.

 

Un grupo de niñas y niños participa en las actividades organizadas por los voluntarios de la CAFEMIN. Foto de Rafael Esteban Ruiz Blancas/CAFEMIN

 

Samantha tenía 21 años y cursaba la carrera de Estudios Latinoamericanos cuando empezó a colaborar en la casa de acogida; de eso hace 11. Conoce como nadie el funcionamiento interno de este sitio, y sabe que los recursos materiales y humanos no alcanzan para cubrir todo. Por eso, sin tener un cargo formal, en la práctica, lleva varios años coordinando el voluntariado: un centenar de personas, 90% de las cuales son mujeres; el motor y el corazón del lugar.

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Jaqueline Quintana, internacionalista, 26 años. Voluntaria desde hace cinco meses:

“Es muy duro, pero cuando estuve en el área de las adolescentes viví otra perspectiva. A mí me gusta mucho hacer manualidades, y una vez una niña, que tenía como 13 años, me dijo: ‘Maestra, quiero hacer una mariposa’. Y me puse a buscar para el martes siguiente poder llegar con la mariposa, ¿no? Llegué y la hicimos. Cuando terminó, era la niña más feliz y su alegría nos contagió a todos”.

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No es casualidad que, cuando un voluntario llega a CAFEMIN, su primer destino sea en el patio: el sitio para observar y aprender. Arriba está el taller de manualidades con sus máquinas de coser, las aulas donde los niños toman clases multigrado, el aula de adolescentes —a la cual no pueden entrar los adultos—, el salón de cómputo, y un huerto en la azotea en el que los migrantes cultivan. El patio es el corazón del albergue. Está bordeado por paredes con murales coloridos: migrantes cruzando el Darién de Venezuela guiados por María, José y Jesús; una Virgen de Guadalupe; manos de niños y la leyenda “en un tren viajan sueños sin miedo a cruzar fronteras”. Y, entre esas paredes, el patio reúne decenas de colchonetas apiladas contra un muro, el escenario en el que las voluntarias realizan dibujos en gran formato, las mesas y sillas en las que hombres y mujeres esperan la hora de comer, y la zona donde los niños corren, juegan, y se dedican a ser niños.

 

Migrantes participan en una actividad manual organizada por los voluntarios de la CAFEMIN. Foto cortesía de Samantha Hernández Cerón

 

“Es importante que, al empezar, los voluntarios entiendan que ahí hay vida y que las personas son algo más que catástrofe”, explica Samantha. “Claro que aquí hay sonrisas, pero el 98% de las personas que están aquí han sufrido graves delitos cometidos contra ellas, y en ocasiones hay también agresores adentro. Aquí hay que cuidar el testimonio, hay que cuidar la palabra; siempre necesitamos a más compañeras que estén ahí, prestando ojos y oídos, que pregunten. Cuando la situación empeora afuera, cuando sabemos que hay posibles casos de trata, que hay agresiones o tensiones con los vecinos, nosotros debemos mover a los voluntarios: que lleguen a tales horas y que estén pendientes de la puerta para que no dejen a esas personas (las que podrían ser víctimas) afuera”.

La socióloga Amarela Varela, profesora en Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de Ciudad de México (UACM), y especialista en migración, considera que, ante el aumento de las necesidades en los albergues, es urgente que la sociedad atienda a quienes están supliendo las carencias del Estado y genere estrategias de atención emocional para los trabajadores de esas casas de acogida. “Hay que sacar tiempo para detenerse en su propia salud mental, en su autocuidado, en las garantías laborales, para (que puedan) intervenir en estos territorios marcados por la muerte”, dice Varela.

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Jonny Liberato, comunicólogo, 24 años. Voluntario desde hace ocho meses: 

“A mí lo que más me pega es afuera. Yo llego y, antes de que me abran, llegan tres, cuatro personas a preguntarme si hay lugar, si pueden entrar. Y entonces tienes que responder: no hay espacio. Es muy fuerte porque acá adentro, bien o mal, se intenta construir un espacio seguro, pero es un espacio que no puede alcanzar a todas las personas que lo necesitan. Vas a la tienda y ves a más gente. Vas a la paletería, que está a dos calles, y ves aún más gente. Y la gente no se termina. Y aquí adentro sigue habiendo mucha gente. Y la única esperanza es pensar: si sale una familia, entra otra”.

 

Familias migrantes se relajan sobre las colchonetas en un extremo del patio central de la CAFEMIN. Foto cortesía de Samantha Hernández Cerón

 

Radharani Regalado, historiadora, 27 años. Voluntaria desde hace 10 meses:

“Los primeros días que estuve en (el área de) trabajo social, escuchaba todo. Ahí obtenemos datos de las personas y les hacemos entrevistas sobre su trayecto. Las primeras veces, me afectó enterarme de las cosas por las que pasan. Que vienen caminando, pasan no sé cuántos países, atraviesan el Darién, y te dicen así como bien normal: ‘Sí vimos cadáveres, sí vimos gente muerta’. Cuando termino, me quedo pensando que yo hago lo mejor que puedo con lo que hay. No se puede hacer más porque no hay más apoyo económico o material. Y, pues, menos gubernamental”.

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Samantha se pregunta cómo pasar del corazón a un planteamiento de justicia social, a politizar lo que están haciendo. Y explica a qué se refiere con esto: “A que una persona no venga aquí solo porque es bonito ayudar o porque queremos cambiar al mundo. Porque esto se enmarca en un contexto político específico y hay responsabilidad del Estado. Claro que la sociedad civil va a cambiar el mundo, pero solo si está politizada. Mi aspiración es tener un cuerpo de voluntariado politizado, un cuerpo de voluntariado crítico”.

En años recientes, el activismo anticapitalista ha reivindicado el uso del término “acto político”, no como un acto de gobierno, sino como una serie de acciones intencionadas a provocar un cambio en la sociedad. “Lo político es también todo aquello que genera un impacto en la comunidad y en el mundo en que vivimos”, dice, en un artículo, la abogada y activista por la paz Camila Villalobos. La respuesta a la pregunta de Samantha radica en que la sociedad reconozca que el voluntariado, ese acto político con corazón, es la evidencia de los fallos de un Estado.

 
 

En la actividad del Día del Refugiado organizada por voluntarios de la CAFEMIN, migrantes y voluntarios colocaron sus manos junto a algunos dibujos de los niños en el albergue. Foto cortesía de Jonny Liberato

 
 

En las organizaciones sin ánimo de lucro, religiosas, profesionales y de otro tipo que asesoran a personas que están en contacto con víctimas, las cuales incluyen no solo a voluntarios, sino también a trabajadores sociales y periodistas, hay un principio básico: las personas que integran estas organizaciones deben tener grupos de contención y terapia personal. Samantha piensa que el mecanismo ideal para proteger a los voluntarios es acceder a recursos materiales y herramientas administrativas formales —como contratos que prevean algún tipo de compensación para los voluntarios, equipos más numerosos o atención psicológica, entre otros— para que puedan proteger sus derechos y hacerlos valer.

“Sí, claro, hay que cuidarnos, pero sin que el concepto de autocuidado nos niegue el derecho al enojo, a la rabia. Es fundamental entender el concepto de la responsabilidad colectiva; que las agresiones que ocurren en el espacio social son responsabilidad de esa sociedad; y que la víctima es toda la sociedad también”, señala Samantha. Y concluye: “Necesitamos generar programas específicos para el fortalecimiento de la sociedad civil. Porque, religiosa o no religiosa, con un poquito que se les dé, esta es la gente (la del voluntariado) que no va a temblar. Estas son las personas más valientes de este país”.

En febrero de 2024, Samantha Hernández Cerón pasó de ser Coordinadora del Área de Comunicación y Enlace, y Apoyo a la Dirección de la CAFEMIN, a ser Coordinadora de Comunicación de REDODEM (La Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes), una asociación civil que integra 24 espacios en 14 estados mexicanos, que apoya a personas en tránsito en ese país, y que incluye albergues, casas, comedores y organizaciones.

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Eileen Truax es una periodista especializada en migración y política. Inició su carrera en México y, en 2004, se mudó a Estados Unidos, donde durante 18 años escribió para medios como The Washington Post, Vice, El Universal (México), Proceso (México), El Faro (El Salvador), Gatopardo (México) y 5W (España), entre otros. Es autora de tres libros periodísticos, el más reciente “El muro que ya existe. Las puertas cerradas de Estados Unidos” (HarperCollins, 2019). Eileen es directora de contenido del Congreso Internacional de Periodismo de Migraciones, que se celebra anualmente en España. Ha impartido talleres y conferencias para universidades y ONGs en América Latina, Estados Unidos y España, incluida la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH). Es profesora de Periodismo Literario y de Comunicación y Género en la Universidad Autónoma de Barcelona, ciudad en la que vive actualmente. @EileenTruax

Wendy Selene Pérez es periodista desde hace dos décadas. Ha trabajado en diversos medios de comunicación de México, Argentina y Estados Unidos. Su trabajo se centra en temas de justicia social, víctimas de la violencia, rendición de cuentas por parte del Estado y migración. Ha publicado en El País, Gatopardo, Proceso, The Baffler, Vice y Al Día Dallas/The Dallas Morning News, entre otros. Fue jefa de redacción de CNN México, editora de la revista Domingo (El Universal) y editora multimedia de Clarin.com. Anteriormente, fue editora titular de la sección local del periódico Mural (Grupo Reforma). Wendy tiene una Maestría en Periodismo del Diario Clarín-Universidad de San Andrés-Universidad de Columbia. Recibió dos veces el Premio Nacional de Periodismo en México (2019, 2022), una vez el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2020) y dos veces el Premio Breach/Valdez de Derechos Humanos (2022, 2023). @wendyselene