En Chicago, inmigrantes que huyeron de la violencia lidian con sus traumas y con su salud mental
Unas de las ciudades más diversas del país está ayudando a los migrantes a construir una nueva vida.
Nota del editor: “Luchas invisibles” es un nuevo proyecto de reportajes enfocado en la salud mental de las comunidades de inmigrantes, refugiados y solicitantes de asilo en los Estados Unidos. Comenzamos en Chicago, una ciudad fundada por un inmigrante haitiano que tiene la cuarta población inmigrante más grande del país. La serie es una colaboración entre la oficina de Chicago de MindSite News y palabra, una plataforma multimedia de la Asociación Nacional de Periodistas Hispanos. Es posible gracias al financiamiento de la Field Foundation of Illinois.
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Maria Suares estaba barriendo el patio interior de su casa, en Maracay, Venezuela, alrededor de las 8 de la mañana, en marzo de 2018, cuando escuchó un fuerte golpe en la puerta. Al abrirla, se encontró con tres hombres en motocicletas que le apuntaban con armas de fuego.
Los hombres la obligaron a subir a un autobús en el que había otros prisioneros a los que llevaban a marchar en un mitin político a favor del gobierno del venezolano Nicolás Maduro, pero Suares finalmente logró escapar y esconderse en un taller mecánico, antes de regresar a su casa. El incidente fue tan estresante, dijo, que sufrió un derrame cerebral y pasó casi dos meses recuperándose en el hospital. No estamos usando el nombre completo de Suares para protegerla de eventuales acciones legales.
Cuando Suares, que en aquel entonces tenía 40 años, se recuperó, supo que debía sacar a su familia de Venezuela, así que huyeron al país vecino, Colombia. Pero, cuando unas pandillas callejeras de Bogotá, la capital colombiana, comenzaron a extorsionarlos, la familia emprendió un peligroso viaje hacia Estados Unidos, en agosto de 2023. Junto con su esposo, sus tres hijas y sus nietos gemelos de 9 años, se unieron a una caravana de miles de migrantes que se dirigían —todavía dentro de Colombia— a Medellín y luego a Acandí. Allí, se subieron a un bote que los llevó al Tapón del Darién, un peligroso tramo de selva entre Colombia y Panamá.
La familia atravesó el Tapón del Darién a pie durante seis días, sobreviviendo sin comida durante cuatro de ellos. La selva era implacable, con ríos crecidos, cocodrilos y víboras mortales, además de los riesgos de sufrir violencia sexual. “Los niños venían muy enfermos, sobre todo mi hija”, recordó Suares. “Mi hija es epiléptica y ella venía muy descompensada”, agregó. “Soy diabética y el hambre y el estrés por poco me mató”. Suares dijo también que estuvo a punto de ahogarse en dos ocasiones.
Después de aproximadamente un mes, llegaron a la parte texana de la frontera entre México y Estados Unidos y solicitaron asilo en este último país. Al día siguiente, Suares, su esposo y su hija menor fueron colocados en un autobús con destino a Chicago. Llegaron en septiembre de 2023, y fueron parte de una oleada de unos 49.000 migrantes que el gobernador de Texas, Greg Abbott, envió desde la frontera con México hasta Chicago, Illinois —la mayoría en autobús— desde el 31 de agosto de 2022. La mayoría, como Suares, llegaban desde Venezuela. Otros, desde distintas partes de América del Sur y América Central.
Suares y su familia pasaron sus primeras dos semanas durmiendo en el suelo de la estación de policía del distrito 2, en el sur de Chicago, una de muchas estaciones de policías y albergues abarrotados en los que el gobierno de la ciudad instaló a miles de recién llegados. La ciudad actualmente alberga a 5.454 migrantes en 17 centros de acogida y sus autoridades están destinando 150 millones de dólares para proporcionar vivienda, comida y atención a los recién llegados este año, como lo hizo en 2023.
Con el tiempo, la familia se mudó a un apartamento, pero la tragedia los golpeó una vez más cuando el edificio en el que vivían se incendió. “Perdimos todo”, dijo Suares. “Nos fuimos descalzos con pijamas”. La Cruz Roja los reubicó en un albergue temporal.
Los traumas son generalizados entre los recién llegados, dijo la psicóloga Kiara Álvarez, profesora adjunta de la Facultad de Salud Pública Bloomberg, de la Universidad Johns Hopkins, cuyas investigaciones se enfocan en la salud mental de los inmigrantes. El gobierno de la ciudad de Chicago y una red de organizaciones comunitarias han estado trabajando para atender las necesidades materiales y psicológicas de los recién llegados, pero la tarea es abrumadora.
Muchos de los migrantes se encuentran bajo un estrés enorme como consecuencia de la persecución violenta que los obligó a huir y de los traumas que vivieron durante sus desplazamientos hasta Estados Unidos, dijo Álvarez. La mayoría está en modo supervivienda, enfocados en buscar trabajo y vivienda, y desvinculados de los sistemas de apoyo.
Aunque muchos migrantes sufren estrés postraumático y depresión —usualmente sin diagnosticar—, puede resultarles casi imposible recibir servicios o tratamientos para sus traumas, dijo la psicóloga. Y algunos evitan hablar de temas de salud mental por vergüenza, por estigmatización o por barreras culturales. Sin embargo, dijo Álvarez, el trauma tiene su forma de salir a la superficie.
“Empiezan a tener pesadillas. Empiezan a dormir mal: pesadillas, dolores de estómago, sensación de nerviosismo”, explicó Álvarez.
Darina Semenets, una inmigrante ucraniana, lo puede corroborar.
Ella y su esposo estaban de vacaciones en Egipto, en febrero de 2022, cuando se enteraron de que Rusia había invadido Ucrania. Tomaron un vuelo a Polonia y permanecieron allí durante ocho meses, hasta que un amigo de Chicago los apadrinó a través del programa Uniting for Ukraine (unidos por Ucrania) y, en octubre de 2022, se establecieron en Ukrainian Village, un barrio de Chicago que desde hace décadas cuenta con una gran comunidad ucraniana.
En Chicago, Semenets trabaja en una asociación que ayuda a los ucranianos recién llegados y organiza protestas y eventos comunitarios en apoyo de su patria. Se siente culpable por quedarse en Estados Unidos y "no hacer lo suficiente" por su país mientras está siendo asediado, especialmente porque los padres de ambos permanecen en Ucrania a pesar de que sus hogares fueron alcanzados por misiles rusos y de que el padre de Semenets sufrió una conmoción cerebral.
“Nunca voy a recuperar ese tiempo para estar con mi familia”, dijo.
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Semenets es una de los cerca de 30.000 ucranianos que han llegado a Chicago desde que Rusia invadió Ucrania. Los recién llegados de Ucrania, Venezuela y Centroamérica se unen a las comunidades de inmigrantes ya establecidas en la ciudad, que incluyen a una de las poblaciones mexicanas más grandes de Estados Unidos. La misma está concentrada en barrios como La Villita, donde los vendedores ambulantes de La 26 (la calle 26) venden elotes, chicharrones, tamales y cerveza pilsen, y donde vivos murales cuentan los relatos de la comunidad relacionados con su historia, la inmigración y su cultura, así como con una gentrificación en desarrollo.
Personas que llegan desde China, India, Polonia, Filipinas, África Occidental, Haití y desde numerosos otros países contribuyen a la diversidad de la ciudad: Se estima que hay 1,7 millones de inmigrantes en total en Chicago, muchos de los cuales huyeron de la violencia política en sus países.
Muchos de ellos también se enfrentan a desgarradores desórdenes, ansiedad y estrés en sus nuevas vidas en Estados Unidos.
Para Suares, que llevó temporalmente a su familia a Washington, D.C. después del incendio, para apiñarse en un apartamento con un pariente, la ansiedad por verse desplazada se ha fusionado con sus preocupaciones por su solicitud de asilo. La presentó a mediados de septiembre con la ayuda de un voluntario de asistencia legal proporcionado por una organización sin fines de lucro de Chicago, pero la misma puede tardar hasta cinco años en resolverse.
“Una de las cosas que más nos ha afectado es que no dan trabajo sin papeles”, dijo. Es “difícil”, agregó, no sentirse deprimida. Y todo ello agrava sus problemas de salud: hipertensión, diabetes y dolores crónicos.
“Tenía un grupo de dolores en mi cuerpo, mis piernas”, dijo. “Consecuencia de todo lo que pasé, me imagino, todos los esfuerzos que yo hice, se maló mi cuerpo”.
En Washington, D.C., dijo Suares, se le ha hecho difícil conseguir que cubran sus visitas médicas. Es una de las razones por las que quiere regresar a Illinois. En ambos lugares, las personas que piden asilo político tienen acceso, en teoría, a atención médica cubierta por el programa de Medicaid, si consiguen sortear la burocracia.
“Las actuales políticas de inmigración erosionan los vínculos, dejando a los inmigrantes aislados de las comunidades de apoyo”, dijo Álvarez, la psicóloga de la Universidad Johns Hopkins. “El temor a la aplicación (de las leyes) de inmigración les impide aún más acceder a la ayuda, profundizando su aislamiento y los efectos negativos en la salud mental. Tener la ciudadanía, un estatus permanente y plenos derechos mejora la salud mental de las personas”.
Para abordar al menos algunos de estos desafíos, la Coalition for Immigrant Mental Health (Coalición por la salud mental de los inmigrantes; CIMH, por sus siglas en inglés) de Chicago, se ha asociado con el Departamento de Salud Pública de la ciudad y el Departamento de Servicios Humanos de Illinois para formular un plan de salud mental para los solicitantes de asilo.
La iniciativa, Reimagining Mental Health Supports for Migrant Arrivals (Reimaginando los apoyos en salud mental para los migrantes arribados), de Chicago, capacita a proveedores de servicios de salud que no son de salud mental en la atención informada sobre el trauma, un enfoque que reconoce el impacto destructivo del trauma e integra conocimientos y prácticas para evitar retraumatizar a los pacientes o al personal que pudiera tener experiencias traumáticas o que pudiera haber estado expuesto a traumas secundarios. Los proveedores también aprenden consejos y prácticas que pueden compartir con los migrantes para mejorar su bienestar emocional. Hasta ahora, más de 500 proveedores de servicios de salud han recibido capacitación en estos métodos.
Glohan Choi, de 32 años, es un inmigrante coreano sin documentos legales que ha vivido en Estados Unidos desde sus 4 años. Hoy es activista comunitario del HANA Center, una organización con sede en Chicago que lucha por justicia para los inmigrantes. Allí, aboga por los derechos de las comunidades de inmigrantes coreanos, asiáticos y de múltiples etnias.
Choi está profundamente preocupado por el futuro de su familia, y se pregunta desesperado cómo va a poder cuidar de sus padres ancianos y mantener a su hermana discapacitada, problemas agravados por sus estatus legales.
“Hay todos estos grandes problemas”, dijo. “Siento ansiedad por mi familia. Me preocupa el plan de jubilación de mis padres; ellos no tienen uno. Mis padres tienen casi 70 años, trabajan en empleos de mucho esfuerzo físico y sus cuerpos solo soportarán eso por un tiempo muy limitado de ahora en adelante”.
Mientras tanto, Maria Suares y su familia continúan haciendo una nueva vida en Chicago y Washington, D.C., y luchan con el trauma de su desgarrador desplazamiento hacia un futuro nuevo e incierto. Ella había querido hacer todo según las reglas, pero el destino intervino.
En un principio, intentó solicitar asilo desde Colombia, después de huir de Venezuela. Allí, asistió a una entrevista con inmigración de Estados Unidos, en el 2022, y completó toda la documentación, pero el proceso habría excluido a sus hijas mayores de viajar a los Estados Unidos con ella.
Esto era preocupante porque algunos “malandros” habían amenazado a Suares y a su familia durante un intento de extorsión mientras ella vendía ropa, café y otras bebidas calientes en las calles de Bogotá. Los delincuentes le mostraron fotos de las hijas de Suares y de la casa en la que vivían. “Me decían: ‘Si no pagas eso, sabemos dónde están’”. Como las amenazas continuaban, ella sintió que no tenían otra opción que huir todos juntos a Estados Unidos.
Después de cruzar toda Centroamérica, la familia continuó su viaje hacia México, enfrentándose a la extorsión de las pandillas y de las autoridades en el camino. A medida que el peligro iba aumentando, se acercaba otra ronda de horrores: ahora tenían que viajar en el tren de carga conocido como La Bestia o “el tren de la muerte”, que recibió su nombre por los horrendos accidentes que ocurren cuando los migrantes caen de la parte superior de los vagones.
Pasaron cuatro días dentro de los abarrotados vagones de carga de La Bestia, soportando el calor, la deshidratación y el hambre. Pero, cuando llegó la última etapa del viaje, hasta Piedras Negras, en la frontera entre Estados Unidos y México, el tren estaba tan lleno que Suares y algunos miembros de la familia tuvieron que viajar en el techo del tren durante 17 horas.
“Nos amarramos con sábanas”, dijo Suares. Ella colocó el pan y el agua que les ofrecía la gente en un pequeño agujero en el techo del tren. “El sol era terrible. Y con la misma sábana nos cubríamos del sol”.
En la frontera de El Paso, después de recopilar datos y evaluar sus estatus migratorios, los agentes de inmigración les preguntaron a qué ciudad querían ir. Suares eligió Chicago porque había escuchado a otras personas decir que la ciudad “estaba recibiendo a migrantes sin problema”. Comieron y se ducharon antes de abordar un autobús para hacer un viaje de casi 24 horas.
En Chicago, permanecieron en la estación de policía durante casi dos semanas, hasta que, debido a la condición médica de la hija de Suares, el personal trasladó a la familia a uno de los albergues para migrantes del centro de la ciudad, que fueron establecidos por el gobierno municipal. Se quedaron allí durante dos meses antes de recibir ayuda para un alojamiento temporal en un apartamento en Roseland, una comunidad del extremo sur de Chicago.
“Llegó gente que nos regaló sábanas, ropa, porque llegamos sin nada”, recordó. Luego, fue el incendio que los obligó a evacuar su apartamento y trasladarse a Washington.
Suares está agradecida por el apoyo que recibió por parte de la ciudad, particularmente por el apartamento en el que vivieron hasta que el edificio se incendió.
“Ellos me ayudaron con seis meses de arriendo”, dijo. Pero ahora, con la familia apiñada con parientes en Washington, ella siente que está comenzando de nuevo.
“Un dólar agarramos, un dólar tenemos que guardar”, dijo. “Tenemos que limitarnos mucho, comprar lo necesario, lo necesario, porque sabemos que hay que pagar un arriendo, sabemos que tenemos que tener un techo para vivir”.
Encontrar trabajo es uno de los principales problemas de la familia. Sin documentos legales, su esposo acepta cualquier trabajo esporádico que encuentra, mientras que Suares, como otros migrantes desesperados, vende pequeños artículos como caramelos, comida o agua embotellada en las calles de la ciudad para llegar a fin de mes.
“La cuestión del trabajo es muy difícil, muy fuerte, sin papeles”, explicó. “No queremos que el gobierno nos mantenga. Lo único que queremos es trabajar”.
Suares nunca recibió asesoramiento ni ha hablado con un profesional clínico sobre su salud mental desde que está en Estados Unidos, pero ella cree que le sería de ayuda. Cada vez es más consciente de la carga que el estrés supone sobre ella y su familia. “Yo sé que todos tenemos nuestros propios problemas y que una ayuda siempre ha sido buena. Y hablar de los problemas siempre ha ayudado”, dijo.
“Realmente, es el Señor que nos mantiene en pie, pero no ha sido fácil. Y sí, hemos estado en un estado de depresión fuerte. A veces mis hijos se deprimen, a veces lloramos, a veces nos reímos”.
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