Lecciones desde la Ciudad de México

 
 
 

La búsqueda de una familia por una mejor vida y  mejor educación para sus hijos nacidos en Estados Unidos los lleva al sur de la frontera

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El momento en que supe que habíamos tomado la decisión correcta sobre la educación de nuestros hijos llegó en un correo electrónico invitando a los padres a inscribir a sus hijos para una visita al Museo Nacional de Antropología en  la Ciudad de México.

Pero ésta no era una excursión cualquiera. Los estudiantes viajarían de la escuela al museo en un autobús de dos pisos, acompañados por el camino y en el museo por luchadores del Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL) de México, quienes hablarían con los estudiantes sobre las mujeres guerrilleras y la historia de las guerrilleras en las diversas culturas indígenas de México.

Ésta, pensé, era la educación que ni siquiera sabía que quería para mis hijos. 

Mi única queja: que los padres no estarían invitados.

***


Estaba en la Ciudad de México en un viaje de trabajo el 14 de mayo de 2022, cuando 10 personas afroamericanas fueron asesinadas en un supermercado Tops en Buffalo, Nueva York. (Otros tres, dos anglosajones y un afroamericano, resultaron heridos). Diez días después, un tirador entró en la escuela primaria Robb en Uvalde, Texas, mató a 19 estudiantes y dos maestras e hirió a varios más. El día del ataque de Buffalo, mi esposo negro e inmigrante estaba en casa con nuestros tres hijos en la ciudad de Nueva York. Cuando hablamos esa noche, planteé la pregunta, “¿Por qué nos quedamos voluntariamente en los Estados Unidos? ¿Por qué?, le pregunté, ¿no volvemos a la Ciudad de México?

Poder hacer esa pregunta seguramente implicaba un privilegio, un privilegio que no está disponible para muchas personas que se preocupan por la violencia. Si bien nuestra familia es de clase media baja en los Estados Unidos, se convertiría en clase media alta si nos mudáramos a México, lo que nos brindaría aún más protección. La cuestión de la mudanza también generó inquietud entre familiares y amistades preocupados por la violencia en México.

No soy ignorante de esa violencia, ni otros problemas en México. Junto con mi esposo, quien llegó a Estados Unidos como refugiado de Cuba, cofundé Immigrant Families Together (Familias Inmigrantes Juntas), una organización sin fines de lucro que creamos en 2018 como respuesta a la política de separación familiar de la administración Trump. En nuestro trabajo en defensa de más de 130 familias solicitantes de asilo apoyadas por nuestra organización (y miles más alcanzados a través de nuestros programas sobre detención y apoyo fronterizo), escuché numerosas historias sobre las razones por las cuales las personas huyen de México y los peligros que los solicitantes de asilo enfrentan en otros países al cruzar México. Incluso había escrito un libro con uno de esos solicitantes de asilo, “The Book of Rosy/El libro de Rosy,” que detalla esos peligros. Y como verificadora de datos que se especializa en temas latinoamericanos para medios como palabra y The Atavist, estoy muy familiarizada con las estadísticas y, más importante, con las historias de personas afectadas por la violencia. “Pero”, seguí en mi conversación con Francisco, “los niños no van vivos a la escuela y reciben disparos en sus aulas como algo común”. Y aunque el racismo existe en México, y puede tener consecuencias mortales, no es rutinario que personas de color vayan de compras y terminen desangrándose en el pasillo 9 porque algún racista decide disparar.

No faltaba mucho para convencerlo. A principios de junio, era oficial: obtuvimos nuestras visas de residencia y estábamos listos para mudarnos. 

Francisco y yo habíamos vivido en la capital de México de 2007 a 2009, antes que nacieran los niños.

No quería irme de México, pero en 2009 dos fuerzas conspiraron para que tuvieramos que regresar a los Estados Unidos. La primera fue que nuestras visas de residencia no fueron renovadas. En ese entonces, México no tenía cómo justificar los ingresos de los trabajadores independientes, por lo que nos dijeron que teníamos que abandonar el país. La segunda fue que entró en vigor la Iniciativa de Viajes del Hemisferio Occidental, lo que quería decir que ya no se podía simplemente cruzar la frontera a pie con una licencia de conducir estadounidense. Francisco amaba México. Pero en ese entonces, amaba más a Nueva York.

Ese amor murió durante los años de Trump. La xenofobia ayudada e instigada por el obstinado racismo en los Estados Unidos se volvió demasiado personal. Entonces cuando planteé el tema de regresar a México (que para ese entonces ya tenía un marco sólido para evaluar los ingresos de los trabajadores independientes), Francisco estaba abierto a la idea. 

Siempre quise regresar a México a vivir, y a menudo regresaba por razones de trabajo. Y ahora, lo estábamos haciendo. Esta vez, con niños.

***

Llegué a la Ciudad de México con nuestros tres hijos a fines de julio, a pocas semanas de que comenzará el año escolar. En Nueva York, durante la pandemia, eduqué en casa a nuestros dos hijos más pequeños. Pero a medida que lo peor de COVID comenzó a retroceder, dijeron que querían regresar a una escuela “verdadera”. Les encantaba la educación en el hogar, explicaron, pero más que nada, querían estar con otros niños durante seis horas al día. Mariel, de 12 años, nuestra hija mayor, aún no estaba segura de lo que quería. (Eventualmente eligió asistir a una escuela en línea).

En un esfuerzo por averiguar a dónde irían a la escuela Orion, de 8 años, y Olivia, de 7, me metí de pleno en los grupos de padres de Facebook y WhatsApp, donde padres de México y por todo el mundo – Colombia, Puerto Rico, República Dominicana, Venezuela, Inglaterra, Letonia, y todos los puntos intermedios –  compartieron experiencias y ofrecieron consejos.

La Ciudad de México con niños, al parecer, presentaría una curva de aprendizaje que no había tenido en la Ciudad de México sin niños.

Habían escuelas privadas con matrículas a nivel del costo de universidades en los Estados Unidos. También escuelas públicas, pero los reportes excesivos de acoso, especialmente contra niños no mexicanos, me desanimaron de esta opción. Habían escuelas no tradicionales, por ejemplo, escuelas con salones al aire libre.

Las opciones parecían interminables, al igual que las opiniones sobre cada una. Un exmaestro advirtió sobre el director narcisista de una escuela privada y sus seguidores de culto. Además del problema del acoso escolar, las escuelas públicas también parecían plantear otros problemas. El primo de Francisco, Ernesto, quien había vivido en México durante una década después de emigrar de Cuba, compartió su experiencia como padre de un exalumno de una escuela pública: “Con todos los pedidos de 'colaboración' para suplementar el salón, vas a terminar pagando tanto en la escuela pública como en la escuela privada”. Su hijo de 7 años fue a una escuela pública por un año antes de trasladarse a una escuela privada enfocada en el modelo Waldorf, que enfatiza la creatividad y la imaginación de los niños.

Los costos de nuestra escuela privada, poco más de $1,000 al mes para ambos niños, son imposibles para las familias que viven en la pobreza, especialmente fuera de la ciudad. Incluso los costos de las escuelas públicas, donde las familias pagan los suministros escolares y los gastos de calzado, suponen una grave presión en los recursos familiares. Y, por supuesto, tener que abandonar la escuela para ir a trabajar es otra realidad para los niños que viven en la pobreza.

Los datos parecen confirmar la experiencia de Ernesto: la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) informa que dentro de sus países miembros, México tiene uno de los desembolsos más bajos por estudiante. En promedio, los países de la OCDE gastan $10,722 USD por estudiante de primaria y $11,400 USD por estudiante de secundaria, mientras que México gasta poco menos de $3,000 USD por estudiante de primaria y $2,890 USD por estudiante de secundaria.

Habían escuelas cerca de casa que no tenían cupo para ambos niños. Habían escuelas lejos de casa que hubieran requerido dos horas de viaje – tanto de ida como de vuelta, dos veces al día. ¿Cómo se suponía que un padre tomaría una decisión, especialmente cuando de repente tenía un privilegio que nunca había conocido en los Estados Unidos?

Olivia Collazo Schwietert y Orion Collazo Schwietert en las afueras de su escuela, Colegio Montessori del Bosque. Foto por Francisco Collazo para palabra 

Finalmente, con el inicio del año escolar a solo unos días, inscribí a Orion y Olivia en una escuela Montessori, a poco menos de dos kilómetros de nuestra casa. Estaba en un vecindario residencial tranquilo, lo suficientemente cerca para caminar de ida y vuelta. La escuela en sí estaba ubicada en lo que alguna vez fue una casa particular grande, con un patio donde los niños disfrutaban del recreo, tenían clases de educación física, participaban en yoga los viernes, cultivaban col rizada y hierbas, y recogían naranjas de un árbol que daba sombra al patio. Los estudiantes y sus maestros caminan al mercado del vecindario los jueves para comprar frutas y verduras frescas y preparar el almuerzo juntos, y en casa, mis hijos practicaron tomando su turno al decir "buen provecho" y una especie de agradecimiento laico antes de la comida: “Damos gracias a la naturaleza y a las personas que trabajaron para darnos estos alimentos”.

En nuestras caminatas a la escuela, los niños compararon y contrastaron lo que les gustaba de la Ciudad de México comparado con ciudad de Nueva York. Algunas de las diferencias eran obvias y fáciles de mencionar: nunca, por ejemplo, construyeron un altar grande y hermoso para el Día de Muertos en su escuela pública en Nueva York, ni hicieron una piñata y la rompieron alegremente con sus compañeros de clase como parte de celebraciones navideñas. Aunque desalenté tales comparaciones, invitándolos a experimentar y amar cada lugar por sus propios méritos, fue difícil para mí seguir mi propio consejo. La escuela en la Ciudad de México era mucho más satisfactoria que la de Nueva York, y no solo por el enfoque en la comunidad por encima del individuo, y el aprendizaje a través del juego y la diversión.

El método Montessori fomenta la curiosidad entre todos los alumnos. Foto por Francisco Collazo para palabra

Para ser justos, tratar de entender la educación en Nueva York también había sido un reto. Por un lado, la gente solía ofrecer consejos sobre "carrera académica", incluso antes de que diera a luz a nuestra primera hija. Todo el mundo, al parecer, era un experto. Miraban comprensivamente cuando respondí que no sabía cuál era “nuestro plan”. "Realmente deberías haber estado pensando en esto, incluso hace cinco años", dirían con conocimiento, con lástima, haciendo referencia a listas de espera y loterías y al tipo de información interna que pensé que estaba reservada para las oficinas de directores ejecutivos o las llamadas salas de guerra en campañas presidenciales, no para la educación primaria. 

Habían interesantes opciones de escuelas privadas, como la Escuela Internacional de las Naciones Unidas, que recorrimos con nuestra hija mayor, Mariel. Pero cuando tuvimos nuestra hija, y mucho antes de tener la segunda niña, quedaba claro que las sumas nunca cuadrarían: dos personas trabajando como creativos con ingresos independientes + tres niños no daban para $120,000 en gastos anuales de matrícula. ¡Nos tocaría la escuela pública!

Al principio, no estaba preocupada. Después de todo, fui a una escuela pública y salí bien, y mi esposo era de Cuba, donde la educación, incluyendo la universidad, era universal y gratuita; la idea de que los padres pagarían la educación primaria de sus hijos no solo era algo extraño; era repugnante para él. “Todos merecen la misma educación de calidad”, se quejó repetidamente, y con más fuerza después de que nuestra hija mayor a la edad de cuatro años tomó un examen de nivel para el programa académico avanzado de estudiantes dotados y talentosos. Ahí también estábamos perdiendo. Mientras hacíamos fila para registrarnos, nos enteramos que otras familias habían gastado cientos de dólares en tutores para preparar a sus hijos (sí, de 4 y 5 años) para el examen. Como seguramente puedan adivinar, no habíamos hecho esto.

Pero aún así, me sentí bien con nuestra elección. Vivíamos en uno de los condados más diversos y en una de las ciudades más progresistas del país. La escuela pública no podría ser tan mala, ¿verdad?

Por supuesto que sí.

La huelga escolar #ENOUGH (basta ya) fue una manifestación nacional dirigida por estudiantes en contra de la violencia armada que se llevó a cabo el 14 de marzo de 2018. En una escuela con más de 1,000 estudiantes, Mariel, la hija mayor de Schwietert, fue la única que salió a protestar. Foto por Julie Schwietert Collazo

Y no faltó mucho tiempo para ver eso. Aunque la escuela de nuestros hijos estaba clasificada entre las 50% mejores del estado, habían muchas cosas que no nos caían bien. El tamaño de las clases era grande. Los maestros estaban agotados y agobiados. La enseñanza estaba orientada hacia la evaluación, que, a su vez, se orientada en que la escuela mantuviera su estatus de cara al público como “una buena escuela”. Había un problema de cucarachas (lo sabía porque dirigí un grupo de Niñas Escuchas en la cafetería de la escuela). Además, el plan de estudios parecía sorprendentemente conservador. Después de que Mariel trajera a casa un exámen de Ciencias Sociales en el que la habían criticado por definir una familia como “un grupo de personas que se aman” (la respuesta “correcta” era: una madre, un padre, y dos hijos), yo me convertí en esa madre: la que escribía apasionadas y progresistas defensas en los exámenes cuando se suponía que debía firmarlos. No eran solo defensas para mis hijos. Eran defensas para el mundo en el que quería que todos viviéramos.

Todo eso hubiera estado bien, nos decíamos uno al otro. Francisco y yo suplementaríamos el aprendizaje en el salón de nuestros hijos con los valores y las lecciones que queríamos que supieran. Pero era el ambiente mismo el que resultaba intolerable. Oficiales de seguridad escolar y guardias de cruce (ambos empleados de la Policía de la Ciudad de Nueva York) le gritaban a los niños cuando bajaban de los autobuses escolares por la mañana. Simulacros de tirador activo donde le dijeron a nuestro hijo que se escondiera en un armario porque un oso, ¡un oso! – venía. Una protesta por la violencia armada donde Mariel fue la única estudiante que participó en la huelga escolar nacional. Una administración que se negó a reiterar la seguridad de la escuela para las familias musulmanas cuando entró en vigor la llamada prohibición de viaje de Trump, y cuando le pregunté sobre el hermetismo de la escuela, me dijeron que abordar el problema sería "demasiado político", y después que les ofrecí redactar una carta que no sería "demasiado política", se negaron. No abordarían el tema, punto.

Si ni los educadores ni el ambiente tenían remedio, ¿por qué exactamente estaban nuestros hijos allí?

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En los Estados Unidos, nunca tuvimos suficiente dinero para considerar alternativas a la educación escolar pública. En México, nuestra relativa estabilidad económica (todavía estamos lidiando con una deuda masiva) nos abrió posibilidades que (a) nunca habrían estado disponibles para nosotros en Nueva York sin importar cuánto trabajáramos, y (b) no están accesible para el mexicano de clase trabajadora, que en 2022 ganó 172.87 pesos diarios, y en 2023 ganará 207.44 pesos diarios – $8.60 USD y $11.26 USD, respectivamente.    

Esta observación es aún más cierta para los mexicanos que viven fuera de las áreas urbanas económicamente productivas y/o que están marginados debido a uno o más aspectos de su identidad. Reconozco que las opciones disponibles para mi familia están fuera del alcance de demasiadas personas. Pero tengo la esperanza de que mis hijos elijan seguir viviendo en México cuando lleguen a ser adultos, y que se unan al movimiento político comunitario que lucha por la igualdad educativa para todos los mexicanos. Dado que se han criado junto a padres activistas que fundaron una organización sin fines de lucro de apoyo a mexicanos, centroamericanos, sudamericanos, y personas del Caribe que buscan asilo en los Estados Unidos y han estado metidos de pleno en ese trabajo durante toda su vida, incluyendo aquí en México, donde hemos hospedado a familias solicitantes de asilo de Cuba, Nicaragua, y Venezuela, estoy segura de que lo harán.

Esta confianza se presenta en una manera de pensar y acción que sale de su propia escuela. Fue en la primera conferencia de padres y maestros que tomé nota de la diferencia más positiva en la educación de mis hijos en México: el tiempo, así como un enfoque en el verdadero aprendizaje, no en aprender para que la escuela pudiera presumir de lograr algún estándar estatal o nacional. Durante las conferencias de padres y maestros en Nueva York, que estaban programadas estrictamente para turnos de cinco minutos, los maestros siempre decían: “Sus hijos son geniales; no hay problemas; gracias por venir”. Así que me sorprendió cuando el equipo de maestros de nuestros hijos en la Ciudad de México, sí, un equipo, se reunió con nosotros durante casi 20 minutos. Obviamente, no tenían prisa, entraron en detalles sobre lo que estaba pasando en el salón de clases y luego preguntaron qué estaba pasando en la vida de nuestros hijos, y en la nuestra, en el hogar, y en nuestra comunidad. Querían que todos fuéramos socios en el crecimiento de nuestros hijos, no solo en la escuela. Parecía que querían conversar con nosotros sobre cómo vivimos todos en nuestra comunidad en general.

Cada viernes, los estudiantes trabajan juntos para preparar el almuerzo para sus compañeros y maestros. Los estudiantes van cada semana al mercado de frutas y verduras del vecindario para comprar los ingredientes del almuerzo. Foto por Francisco Collazo para palabra

Esta manera de pensar se refuerza a lo largo de toda la experiencia escolar, desde el grupo de WhatsApp de la escuela para padres, donde la información y el apoyo se comparten fácil y abiertamente y las familias organizan la ayuda mutua para los proyectos de servicio social que les interesan, hasta la tranquila cena familiar compartida (¡con tequila y mezcal!) que se llevó a cabo en el patio de la escuela (duró horas y nadie se apresuró en irse, a pesar de que era entre semana), hasta la feria navideña y la obra navideña de los niños, que se extendió más allá de la conclusión del espectáculo para incluir un almuerzo largo y agradable y una tarde en el parque. Y el bono: el único tipo de simulacro en el que los niños tenían que participar era uno de terremoto, que tenía un propósito, estaba organizado, no era frenético, y se presentaba a los niños de una manera honesta, pero apropiada para su edad...sin osos involucrados.

Obviamente sé que esta experiencia no es tan común en la Ciudad de México. Nuestra experiencia es solo una anécdota, en un vecindario relativamente alto económicamente, en una familia y comunidad que tiene más recursos y opciones que en muchos otros lugares, especialmente comunidades rurales, indígenas, y marginadas. Pero esos aspectos más importantes de la educación de nuestros hijos aquí también se reflejan en otras áreas de la sociedad: la preocupación por la comunidad sobre el individuo, la sensación de que estamos todos juntos en esto, y el sentir de que siempre podemos tener tiempo para los demás: que no tenemos que apresurarnos hacia una meta académica arbitraria que a fin de cuentas significa poco, si es que significa algo, para el estudiante y su aprendizaje.

Durante un reciente viaje de regreso a los Estados Unidos para visitar a mi familia, Olivia comentó con nostalgia a finales del viaje que estaba lista para regresar a México. “Es mi lugar feliz”, dijo. “Quiero vivir allí para siempre”. Con la base que se está desarrollando para ella aquí, no tengo ninguna duda de que crecerá para ayudar a formar un sistema educativo mexicano que ofrezca a todos los estudiantes los mismos dones que se le han dado aquí.

Julie Schwietert Collazo es escritora, editora, verificadora de datos, y traductora bilingüe, además de cofundadora y directora de Immigrant Families Together, una organización sin fines de lucro formada en 2018 para responder a la política de separación familiar. Junto con Rosayra Pablo Cruz, escribió The Book of Rosy/El libro de Rosy, publicado por HarperOne y HarperCollins Español en 2020. Ambos autores están en el documental “Split at the Root/Dividida en la Raíz”, que se transmite en Netflix.

Francisco Collazo es fotógrafo, chef, y cofundador de Immigrant Families Together.