Los volcanes
Después de unas protestas sin precedentes en Cuba en 2021, una ola de cubanos salieron de la isla buscando cruzar la frontera México–Estados Unidos. Uno de ellos fue el periodista Jesús Jank Curbelo.
Nota de la editora: Este reportaje fue publicado en colaboración con The Texas Observer.
Click here to read this story in English.
Encuentro a Coyote 1 fuera del aeropuerto de Managua, Nicaragua. Lo llamo así por mi seguridad; aunque los coyotes usan alias de una o dos sílabas, preservar su anonimato me protege. Después de semanas de hablar con él desde Cuba vía WhatsApp, ya habíamos alistado los detalles. Sabe que yo llevo pulóver blanco y Nike grises. Y conoce mi cara.
Los coyotes son los jefes del lucrativo negocio del tráfico humano. Ellos controlan una red de guías y otros subcontratistas para proveer las partes del servicio. En cada país, un coyote nuevo.
En su carro, mientras cuenta el fajo de dólares que acabo de darle hasta 1.200, Coyote 1 me advierte:
―No tienes que volver a pagar hasta Guatemala.
Trato de guardarme el resto del dinero en la plantilla del zapato (quiero asegurarlo; ahorré una parte durante años y lo demás lo pedí prestado).
―Vas a mojarte los pies ―dice Coyote 1 sonriendo―. Busca otro escondite.
Me da una tarjeta SIM local, me sube a un Toyota plateado y no lo veo más.
Las siete horas siguientes son de carretera hasta Jalapa, una ciudad en el norte de Nicaragua, cerca de la frontera con Honduras. Es primero de octubre de 2022 y voy rumbo a ser uno de los casi 30.000 cubanos que atravesarán la frontera sur de Estados Unidos este mes.
‘En Cuba, le han declarado la guerra a la prensa independiente’.
Imagina que te duermes, te despiertas y es de noche. Ves casas y luego todo se convierte en monte. Casas y monte. Cuanto más lejos de Managua, más pobreza. Rezas porque la travesía entera sea así de fácil. Otra vez te duermes. Te despiertan para cambiar de carro. Bajas zombi. Las 10:27 p. m. El nuevo chofer, a quien no ves bien, te enseña tu foto en su celular.
―Nunca te montes con nadie que no tenga tu foto ―me aconseja.
Voy comprimido en el asiento trasero, ni calculo entre cuántas personas. El estéreo intercala trap con narcocorridos.
Periodista al fin, anoto en el celular todo lo que veo por si luego puedo escribir sobre esto. Algunos de los migrantes que van conmigo lucen tranquilos. Yo no.
Yo había visitado Miami y más o menos entendí cómo funciona el capitalismo. En 2019, fui invitado a un evento de periodismo y todo el mundo en la isla me aconsejó que me quedara en Estados Unidos. Pero ese monstruo de sistema usurero me empequeñeció tanto en dos semanas que salí huyendo. De vuelta en La Habana, la Seguridad del Estado (organización cubana militar de contrainteligencia y represión) me acorraló y me amenazó tanto que también salí huyendo.
Tampoco es que yo fuera una amenaza, desde mi punto de vista. Lo mejor de mi vida era pasarme semanas buscando historias en el monte, entrevistando gente, tratando de vivir lo que viven otros para luego contarlo en medios cubanos independientes. Aparte de eso, no hacía más que comer y dormir. Pero, en Cuba, le han declarado la guerra a la prensa independiente. Y llegó un punto en el que empecé a sentir miedo a salir a la calle, miedo a que algún militar me persiguiera disfrazado de civil.
Entonces me escapo por Nicaragua. Rumbo a Dallas, Texas, a casa de mi padre. Me convierto en un sin tierra y le tengo tanto miedo a llegar como a no llegar.
***
Con el brazo estirado buscando señal, un cubano videollamaba a su novia. Apuntaba al paisaje de Jalapa, Nicaragua: montañas en cada punto cardinal.
―Aquellas matas, ¿las ves? Ya eso es Honduras.
Éramos ocho cubanos detrás de una reja, en aquella casa selvática, el día después de mi llegada a Managua. Estaba esperando que sonara mi disparo de salida.
El cubano de la videollamada también esperaba el suyo. En sus 36 años de vida, su único avión fue el de La Habana a Managua. Estaba ansioso por llegar a Miami.
No tuve que preguntar por qué. Nos inyectaron la idea de que Edén empieza con e por Estados Unidos. El jardín donde se cumplen los sueños: el carro deportivo, los billetes de cien, las leyes supremas, el Capitán América. Y, en la otra costa, Cuba, primitiva, en crisis desde hace décadas, diseñada para atraparte en una rueda asfixiante: pan, transporte, corriente eléctrica, un búcaro (florero), internet, optimismo… Lo que sea: en Cuba no hay. Pero lo necesitas. Y, en lo que te esfuerzas por conseguirlo, se te consume la vida.
‘Y de pronto todos estaban yéndose. Daba la sensación de que los políticos y los militares acabarían mandándose entre ellos’.
Los últimos días antes de salir de Cuba, mientras el cubano de 36 años remataba los detalles de su viaje, se convenció de que, si no salía, se iba a hundir con país y todo. Unos días antes de que llegáramos a Managua, el huracán Ian había tocado tierra en el extremo occidental de la isla, con vientos sostenidos de encima de 200 kilómetros (124 millas) por hora. La prensa local reportó entonces tres muertes y pérdidas de cultivos, techos y cosas que al cubano de 36 años no le importaron.
El punto y aparte a su vida en Cuba lo puso el Sistema Eléctrico Nacional, cuando colapsó y apagó el país de una punta a otra.
―Los calderos se oían en el aeropuerto ―me dijo riéndose, al contarme sobre la gente que hacía ruido con ollas protestando.
El año anterior a nuestro viaje, el 11 de julio de 2021, había estallado una protesta masiva por primera vez en los 62 años de la Revolución de Fidel Castro. El país quedó paralizado. El pueblo, exigiendo libertad y comida. El ejército, en la calle.
Una vez controlado el estallido, cuando sonaban sirenas la gente miraba por las persianas a ver si estaban reprimiendo nuevas manifestaciones. Así se vivía. Esperando el chispazo. Se percibía el constante hervidero de conspiraciones, hambre y cansancio. En las interminables colas que se formaban en las tiendas; en las interminables colas que se formaban en las paradas de ómnibus; en las interminables colas que se formaban en las salas de espera de los hospitales. Un sopor infeliz. Pero en susurros. La mayoría seguía enfocada en mantenerse con vida: hablar bajito, bajar la cabeza.
Y de pronto todos estaban yéndose. Daba la sensación de que los políticos y los militares acabarían mandándose entre ellos.
***
¿Por qué Nicaragua? Porque en noviembre de 2021, cuatro meses después del estallido, el gobierno de Daniel Ortega aprobó el libre visado para los cubanos. Los pasajes La Habana-Managua se encarecieron. Y la frase “ir a ver los volcanes” se convirtió en sinónimo de éxodo.
Cualquiera que tuviera familia afuera, algo que vender, o un prestamista volaba a Managua para emprender una huida de 4.000 kilómetros hacia Estados Unidos.
Estoy seguro de que cada cubano dentro de la isla conoce al menos a uno que se fue a “ver los volcanes”. Se fue demasiada gente. En el año fiscal 2019, antes de la apertura de Nicaragua, 21.499 cubanos entraron a Estados Unidos a través de la frontera con México. Pero, ya con el visado libre de Nicaragua, en el año fiscal 2022 el número se multiplicó por 10: 224.607 cubanos llegaron a ese país, el 98% de ellos a través de la frontera sur.
¿Por qué hacia Estados Unidos? Porque, desde la Guerra Fría, el gobierno de ese país ha otorgado privilegios a los migrantes cubanos. La Ley de Ajuste Cubano, de 1966, permite a quienes logran entrar a suelo norteamericano aplicar a la residencia un año más tarde. Para inmigrantes de otras nacionalidades, el proceso es mucho más lento y difícil. O imposible: En 2021, el Pew Research Center, un centro de datos independiente de Washington D. C., calculó que vivían unos 10,5 millones de inmigrantes sin un estatus legal migratorio en el país.
Por otra parte, entre 1963 y 1995, todos los cubanos que llegaran a aguas territoriales estadounidenses podían entrar al país. Esto motivó a muchos a aventurarse hacia el estrecho de Florida. Entre el triunfo de la Revolución en 1959 y 1995, un estimado de 100.000 murieron en el intento.
En 1995, después de la “crisis de los balseros” de 1994, Estados Unidos instaló la política de “pies secos, pies mojados”, que solo permitía quedarse en el país a los cubanos que pisaran tierra firme. Pero, desde que Obama la abolió, en 2017, no solo es cuestión de enfrentarse al mar, sino también a la posibilidad de que te despachen de regreso.
A pesar de este riesgo, en 2021 y 2022, las redes sociales se atestaron de historias de balseros. No era que te sentabas en la playa y veías los botes zarpar, como en 1994, cuando huyeron de la isla más de 35.000 personas. Pero muchos seguían arriesgándose, en parte porque los cubanos todavía gozan del privilegio de la residencia estadounidense con la Ley de Ajuste Cubano.
Entre 2021 y 2023, el 4,1% de la población cubana emigró a Estados Unidos. Un cubano de cada 25.
Fue un tiempo de estampida.
***
No volví a ver al cubano de 36 años ni a su grupo de la casa con las rejas.
No te encariñes con nadie. Nunca sabes quién va a salir primero, ni hacia qué ruta, ni si vas a reencontrarlo. Y obedece a tu coyote.
El tercer día del viaje, cuando amanecía, me sacaron de la casa enrejada de Jalapa junto a seis ecuatorianos, saltando charcos que parecían bañeras oxidadas, pisando cuidadosamente una piedra, una raíz o algo más estable que ese fango movedizo que queda cuando llueve sin parar.
Estuve todo el trayecto enfocado en cinco de los ecuatorianos: una mujer y un hombre que llevaban a tres niños pequeños. Ella era flaquita y llevaba al bebé en la espalda como un carapacho. Vadeaba con tanta dificultad esos senderos zigzagueantes y estrechos que no creí que fuera a llegar viva. El hombre, igual de flaco, cargaba al segundo niño a caballo sobre los hombros, además de una mochilota. Parecían un matrimonio antiguo. Pero habían acabado de conocerse. El tercer niño tendría 7 años y arrastraba un maletín del doble de su peso. El guía, con vara en mano y sombrero, tanteaba el terreno: Cuidado ahí, cojan por acá…
Traté de tomar notas y de seguir al grupo al mismo tiempo, sin perder el ritmo. Casi me caí en una curva empinada. Si me quedaba atrás en una jungla así, ni CSI hubiera adivinado mi cadáver.
***
Las 6:40 a. m. “Gracias a Dios hace buen clima”, dijo el locutor de radio. Ni sabía en qué país estábamos. Había un sol como de coger playa.
La casa solo tenía los huecos para las puertas y las ventanas, el radio, piso de tierra, una tabla con bloques donde nos sentamos. Algunos se quitaron los zapatos. El bebé pidió leche. El guía se puso a contar billetes de lempiras hondureños para pagar un peaje. Yo tenía acidez. No había cagado en tres días.
―Esto es zona privada ―dijo el dueño de la casa―. Aquí se cuida al migrante. Ya, del límite p’allá es otra cosa.
Se me secó el sudor. Parecía que llevábamos años ahí sentados.
―A un motorista se le averió un buje ―explicó el guía―. Pero no creo que tarden.
Los motoristas resultaron una banda de escandalosos con acné y peines en el bolsillo. Uno se niveló las gafas en la frente y me preguntó:
―¿Cuánto vos pesas?
―No sé... 200 libras ―contesté. Él se rió―. Me vas a hundir la moto.
Por mi parte, mi mochila en mi espalda y, en las manos, los maletines de otros. La madre se amarró al bebé en el pecho y el hombre llevaba al niño de 7 delante y, al de 2, sentado en una rodilla, hacia fuera, como un sidecar.
‘Uno sabe que lo que tiene que hacer es no saber lo que tiene que hacer. Dejarse mandar’.
Una montaña rusa sin cinturón, con triple adrenalina. No fue el peligro controlado de la muerte; las motos Serpento 150 doblaban a supervelocidad por precipicios del ancho de una llanta. Las palmas, allá abajo, parecían bonsáis.
―¿Ya esto es Honduras? ―pregunté al ver los primeros bateyes.
―Honduras ―me respondió el motorista, inclinado hacia el tanque de combustible como un corredor profesional―. Este pueblo se llama La Esperanza Abajo.
Me contó que hacía dos o tres recorridos semanales a 500 lempiras cada uno (unos $20). Gastaba la mitad en gasolina y, la otra mitad, en su hijo de un año. Me pidió que le dejara propina.
―¿Vio el accidente que hubo hace unos días? Sobrecargaron el bote y se hundió. Murieron varios migrantes ―. Después me dijo que, al bajar de la moto, tendría que pasar un río.
―¿El mismo río del accidente? ―pregunté.
―El mismo.
***
El botecito cancaneó conmigo. Era una barca sucia y rústica con motor, con espacio para unas seis personas. Le di la mano al niño de 7 años y nos sentamos uno frente al otro. Su madre intentó abordar con el bebé pero el timonel ordenó que se viajaba de a dos por seguridad; tendría que subir a otra barca.
Cruzamos en dos minutos. En silencio. Sin mirarnos las caras. Sin movernos para no desestabilizar el bote.
Me bajé y, desde la orilla, me fijé en el río. Sereno y gris, de unos 100 metros de ancho.
―¿Supo del accidente? ―me preguntó un vaquero que se presentó como Coyote 2―. Tres ahogados. Por eso buscamos la forma de pasarlos seguros.
Frente a un mangle, tomó una foto del grupo como un retrato de cumpleaños. También fotografió nuestros pasaportes para gestionar los salvoconductos que nos permitirían seguir legales en Honduras. Nos subió a la cama de una camioneta. De nuevo le tendí la mano al niño. Él se la tendió a su madre.
‘Uno viaja con el estrés tramposo de que va ilegal. De que, si te capturan, puedes terminar preso o deportado’.
Yo ya sabia que las mujeres que viajan solas están expuestas a la explotación y al abuso sexual, como precio a pagar por el viaje. También sabía que otras mujeres terminan siendo víctimas de trata de personas, forzadas a la prostitución. Las violaciones (a mujeres, niñas y niños tan pequeños como de 7 años) son tan comunes que algunas mujeres se preparan para el viaje con inyecciones anticonceptivas de larga duración. Amnistía Internacional reporta que seis de cada 10 mujeres y niñas migrantes son violadas. Muchas veces, los agresores son oficiales estatales: policías, militares o agentes de migración.
Me quedé mirando a la madre ecuatoriana tomada de la mano de su niño, y deseé que nada malo les pasara en el camino. Nos sacudió el motor cuando se puso en marcha.
***
La terminal de autobuses de Danlí, en el sur de Honduras, es un tormento apestoso y laberíntico. Eran las 10 a. m. del tercer día y el grupo de ecuatorianos y yo ya habíamos dado tanto tumbo y pasado tanta hambre que cualquier minucia me sacaba de quicio.
Caminamos sin saber hacia dónde y, al primero que vimos, le preguntamos por los buses de los migrantes.
―¿Ustedes son los de Coyote 2?
Me impresionó lo ordenado que tenía el cronograma. Nos dio los salvoconductos. Nos sumaron a un grupo de 35 personas y, en cada tramo, nos cambiaron de autobús. Seis o siete veces.
Un policía:
―Voy a necesitar que alcen la mano las nacionalidades que mencione: de Cuba ―casi todos―, Ecuador ―los demás―, Venezuela ―cero―, Haití ―cero―, Nicaragua ―cero. Anotó algo―. Buen viaje.
Nos bajaron de nuevo de uno de los autobuses en un descampado. Empecé a sentir como si me estuvieran pastoreando. Pero un carnero descarriado solo no sobrevive aquí, y uno sabe que lo que tiene que hacer es no saber lo que tiene que hacer. Dejarse mandar.
‘Los operativos eran emboscadas estatales: Jeeps blindados con soldados de seis pies con pasamontañas que cargaban armas largas’.
Al lado de un autobús, unas cristianas regalaban provisiones. Ayudé a repartir porque se me estaba acabando el agua y, a lo mejor, así me ganaba un pomo extra. A cada migrante le daban tres pomos medianos. Y una bolsita de aseo por niño, con champú y jabones. Escondí dos para los niños ecuatorianos. Vi que alzaron la mano cuando el policía dijo “Ecuador”, no sé cuántos trasbordos antes. Volví al bus. Era tan compacto que nadie había podido llevar su maletín consigo, ni siquiera entre las piernas. Los busqué asiento por asiento. Los niños ya no estaban.
En serio, no te encariñes con nadie.
Cortinas abajo. No pude dormir. Me la pasé raspándome los dientes con la uña. Los tenía asquerosos.
A las dos de la mañana, en Agua Caliente, Honduras, gritó el chofer:
―Vamooos, que llegaron.
Subí a un taxi y seguimos, esquivando la avalancha de gente a los lados del vehículo, que unas veces se atropellaban entre sí, como una estampida, y otras veces caminaban fundidos como una jauría lenta y sumisa entre la neblina y las sirenas policiales. Alguien dijo:
―Esos andan sin guía, por su cuenta.
***
El cuarto día, conocí a Coyote 3 en un hotelito idílico a la entrada de Guatemala (nunca sabré exactamente dónde). Él me llevó una jaba con comida enlatada “pa’l camino”. Fue el único que hizo algo como eso. Llevaba camisa y zapatos finos. Su amabilidad y su elegancia me hacían sentir pánico.
A las 10 p. m. nos formaron en tres hileras frente a la puerta principal. Éramos como 80. Divididos por coyote: nos enganchaban una pulsera de plástico de color. De seis en seis, nos mandaban a uno de los taxis parqueados en la calle.
―Apaguen los celulares pa no llamar la atención ―pidió el taxista. Se persignó.
Salimos todos en fila a 100 kilómetros por hora.
Ya ni me molestaba ir apretado. De hecho, sin conocer a los demás y sin coordinarlo, nos fuimos turnando para ser, un rato, el que va abajo y carga y, otro rato, el que va cargado con el cuello contra el techo. Y, otro rato, el privilegiado copiloto. Mujeres y hombres, todos juntos. Dimos todas esas vueltas sin frenar; un rompecabezas vivo.
Los taxistas iban conectados entre sí. Mandándose audios y textos para cada operación por un grupo de WhatsApp que nombraron 🌋🤠🙂.
El que iba primero escribía: “Operativo vencido”. Y, detrás de él, todos iban avisando a medida que también superaban ese operativo. Los operativos eran emboscadas estatales: Jeeps blindados con soldados de seis pies con pasamontañas que cargaban armas largas.
―Con los polis de aquí, bien ―dijo el taxista―. El problema son los gringos, que enviaron sus propios polis a controlar. Esos no aceptan soborno.
***
Cerca de las 2 a. m. del quinto día, se dispersó la fila de taxis. El taxista se desvió de la autopista y se coló en un callejón. Nos explicó que al carro guía lo habían extorsionado en un retén no planificado. Y que la caravana entera se había escondido hasta que desmantelaran el retén.
―Nadie se quiere arriesgar a que le saquen plata. Ni a ustedes, ni a nosotros ―apagó el motor y reclinó el espaldar―. No hagan ruido por los perros. Los vecinos pueden llamar la poli.
Salimos mudos a estirar las piernas entre chozas desvencijadas y peste a alcantarilla. A las cinco empezaron a cantar gallos y todavía no habían dado la orden de salida. El taxista caminó hasta la esquina, vio bombillos prendidos en las ventanas y el cielo aclarando. Se desesperó. Me tocó el asiento delantero. Cabeceé tanto que en las curvas me daba contra el vidrio.
Pasamos el retén. El taxista negoció con los guardias.
‘A esas alturas, ya había comprendido que el migrante es un bichito bocarriba y que la forma de salvarse del matamoscas es juntarse con otros migrantes’.
En el terraplén de un rincón anónimo de Guatemala, donde nos bajamos, esperaban tres autobuses escolares. Rápido, rápido, que vamos tarde. Eran las ocho de la mañana: salimos rumbo a la frontera con México.
El ayudante del conductor iba colgado de la puerta.
―Cuando les diga que se agachen, se agachan bien agachaditos ―pausa―. Ahora.
Nos enrollamos como unos armadillos. Con medio ojo, miré por el borde de la ventanilla. Pasamos cocales, un puente, pulperías y un punto de control con una veintena de soldados en firme.
―Ya. Disculpen, señores, pero es por su seguridad. Nuestra seguridad.
La segunda vez pasamos una gasolinera y un almacén:
―Yo les aviso. Colabórenme, porfa ―dijo.
Así, otras seis veces. La última fue larga. Cuarenta minutos agachados. Y, para la siguiente, no tuvimos que agacharnos:
―¿Qué cuenta, mi poli? ―le dijo el ayudante del conductor a un militar guatemalteco, camuflando el dinero con el saludo. El autobús no bajó la velocidad.
Nos soltaron en una construcción en el norte de Guatemala. Nos separaron en grupos, por los colores de los pulsos. Inventario: éramos 98.
Un emisario de Coyote 4 me guió hasta la orilla de un río. Allí, había una celebración: banderas de papel, puerco asado en púa, vendedores ambulantes, mariachis, olor a grasa, gente vestida de salir. Un pescador me cruzó el río, de Guatemala a México, en un bote de palo y llantas de camión, impulsándolo con una vara contra el fondo. Como en Venecia.
Y, del otro lado, Chiapas. Grafitis de “AMLO orgullo mexicano”. Todo se sentía diferente. Me sorprendió la transición. Viniendo de una isla, las únicas transiciones que había conocido son las del acento entre una provincia y otra. Aquí, sin embargo, los dos lados de la línea tienen diferentes acentos y culturas, historias, tradiciones. En cuestión de unos metros, lo sentí.
Un muchacho tatuado me recogió en su moto. Fuimos a 120 kilómetros por hora por entre maizales y platanales. Él vio una sospecha a lo lejos, giró en U, aceleró más y mordió un bache que nos levantó un metro por el aire. El peso de la mochila me empujó e hice un equilibrio mágico.
―¿No la vio? ―me gritó―. Venían en caravana ―. La policía.
Por la noche, dejé la mochila en una colchoneta, en la casa chiapaneca donde esperábamos. Salí a fumar. No me daba confianza, pero tampoco creía que aquella gente ojerosa me fuera a robar. Aunque, robándome el agua o los calzoncillos, me harían el favor de aligerarme.
Apagué el cigarro y entré para conversar con mis vecinos de colchoneta: uno de 30 y tantos, y el otro que no llegaba a los 18 años. A esas alturas, ya había comprendido que el migrante es un bichito bocarriba y que la forma de salvarse del matamoscas es juntarse con otros migrantes. Aunque uno sepa que, en el fondo, está solo.
En 15 minutos, eran mi familia aunque nunca se aprendieron mi nombre, ni yo el de ellos. Yo les decía Guate y Ecuador. Y yo era Cuba (hasta que, días más tarde, cuando se nos unieron más cubanos, terminé siendo Habana, porque los demás eran santiagueros).
‘Uno viaja con el estrés tramposo de que va ilegal. De que, si te capturan, puedes terminar preso o deportado’.
Ecuador me contó que trabajaba en la construcción. Que un primo en Nueva York le prestó plata para la travesía. Que tenía tres hijos pero ni ellos ni su esposa sabían a dónde iba. Que les dijo que le había salido chamba en la frontera con Colombia. Los llamaría al llegar para explicarles.
Guate, en cambio, no contó mucho. Hablaba incluso menos que yo, que no soy precisamente una cotorra.
El cuarto oscuro y frío. El televisor, prendido sin imagen, como un bombillo blanco en la pared. Entró un hombre gritando:
―¡Hay que irse en chinga!
En un segundo, caímos formados al patio, bolsas al hombro. Como en una academia militar.
***
El chofer del camión que nos recogió me dio un rollo de pesos mexicanos atados con una liga y unas instrucciones:
―Nomás que suba a la próxima tráila (tráiler), se lo entrega al señor ―. Marcó en su móvil ―. Ahí le mando la plata. Se la lleva… ¿Cómo usted se llama?… El cajita Jesús ―. Me imagino que cajita era una forma de decir paquete. Al fin y al cabo, eso éramos.
Condujo durante una hora silenciosa entre otros dos camiones grandes y aterradores como el suyo. En alguno de ellos, iban Guate y Ecuador, con quienes me reuniría después. Eran las 8 p. m. cuando frenó en una autopista tenebrosa.
―Bájense.
Me quedé paralizado en la calle unos segundos, aunque eso es un privilegio en estos casos. Corrí tapándome la cabeza, como si estuvieran cayendo misiles, hacia la única luz del horizonte: una gasolinera. Entre los surtidores de gasolina, una patrulla. Como un reptil, cazando.
Los camiones en los que habíamos llegado se habían ido y yo intenté caminar lo más calmado posible. Uno viaja con el estrés tramposo de que va ilegal. De que, si te capturan, puedes terminar preso o deportado. Pero nadie sabe si uno tiene papeles a menos que te los pidan. Me metí en un motel junto a la gasolinera. Escondido. Con miedo. Salió un viejo en uniforme de custodio.
―No puede estar ahí ―. Pero, en vez de sacarme a patadas, me refugió en su oficina.
Miré por la ventana. Llegó otro convoy de camiones, y corrí hasta ellos sin saber.
―¿Jesús? ―un chofer me pidió el rollo de pesos.
Viajaba con su esposa; era la primera vez que hacía esto. Como camionero, no cobraba tan mal, pero no le alcanzaba. Sabía que, si conseguía un permiso de trabajo, en el norte ganaría mejor. Aun así, nunca quiso dejar México. Tampoco creía que estuviera dañando a nadie transportando migrantes.
Fumaba sin parar. Se le notaba el susto hasta en la forma de mirar los espejos. De vez en cuando, abría la cortina de la litera en la que yo viajaba, preguntaba si iba todo bien y la volvía a cerrar.
***
Al día siguiente, ya el sexto día, mientras cruzábamos el sur de México, nos paró una patrulla. Me desperté, pero me hice el dormido acurrucado allá atrás. Amanecía. El policía me alumbró la cara con la linterna. Apreté los ojos. El camionero le ofreció mil pesos.
―Con mil no alcanza.
Padre Nuestro.
―¿No?
Ruidos extraños. Entreabrí los ojos.
―Mil más.
Hágase Tu Voluntad.
―No tengo tanto.
Lo esposaron. Perdona Nuestras Ofensas.
―Venga, 2.000.
―¿No era que no tenías?
―Sí, sí.
―Bueno, aquí no ha pasado nada. No hable nada porque va a haber pedo.
Amén.
Treinta y una horas de camino tenso. El camionero comentó que había pagado más de lo que iba a ganar. Sentí lástima. Le di 100 pesos para un paquete de Marlboro. La esposa, muda, al borde del llanto.
Caminamos por el borde del puente, un filito de hierba que daba a un barranco, midiendo los pasos y sin soltar la baranda. Con la gasolinera OXXO enfrente, tal como detallaban las instrucciones de Coyote 4, nos arrastramos barranco abajo y cruzamos la carretera corriendo. Subimos a un carro. (Uno nunca sabe con certeza qué hace ni quién es quién; va tanteando con suerte). El chofer confirmó que nuestras caras coincidían con sus fotos. Ecuador montó adelante. Guate, conmigo.
4:37 a. m. en la Ciudad de México, en una casa segura.
―No pueden compartir ubicación ―dijo la empleada de la casa, explicando que su patrón le había mandado quitarnos los teléfonos.
Las reglas: cero ruido, no fumar dentro, no salir al portal. Para asegurarse, cerró con llave.
Cuando todos se durmieron, me duché y me senté en el inodoro por primera vez en la semana. Me ardían los muslos, rayados por la liga del calzoncillo. No sé desde cuándo no me lo cambiaba.
A las nueve de la mañana,
―¡De pie! ―gritó el patrón, tirano invencible del régimen de esa casa.
La misma empleada que nos recibió trajo una bandeja de tortillas con frijoles. Entonces llegaron cinco mujeres y tres hombres oriundos de Santiago de Cuba, con una felicidad y una bulla que el patrón tuvo que mandarlos callar. Allí éramos fantasmas. El único rastro que se nos permitió dejar fue algún billete inútil del país inútil de cada uno, para la colección de billetes pegados en la puerta.
Como no alcanzaron las mantas puestas en el piso en vez de colchones, tuvimos que repartirlas de una entre dos personas, y levantarnos descalzos, atentos a no pisar un brazo. Y dormir con las rodillas dobladas. Tampoco alcanzaron las mantas. Hacía frío.
Los santiagueros ya llevaban 40 días de travesía. Los 12 últimos, en Tapachula, México, porque su coyote se evaporó con el pago y no les dejó tarjetas SIM con líneas telefónicas. Sus familias no sabían a dónde enviarles nada. Anduvieron de mendigos, durmiendo en parques y pidiendo limosna hasta que chocaron con otros cubanos que los conectaron con Coyote 4.
―Ustedes andan fácil ―nos dijo un cubano muy peludo. ―Ustedes son bendecidos ―respondió Ecuador―. Se entregan en la frontera y los sueltan. Los gringos son buenos con los cubanos. Yo y Guate tenemos que entrar por un túnel y correr sin que nos atrapen.
Una competencia de medir desgracias.
Aún con la Ley de Ajuste Cubano, los migrantes cubanos, en 2022, teníamos que vadear por un abecedario de documentos diferentes cuando llegábamos a la frontera. Con uno, podías entrar al país con permiso de permanencia temporal. Con otros, o tenías que lidiar con audiencias en las cortes de inmigración (lo cual enredaba el trámite para obtener la tarjeta de residencia), o estabas en peligro de ser deportado.
Ahora, en 2024, el proceso para los cubanos es distinto: no permiten pasar por la frontera. Todos los migrantes que llegan a la frontera sin permiso oficial para entrar tienen que registrarse por un programa en línea llamado CBP-One, y pasar quién sabe cuánto tiempo en México, esperando turno para poder pedir asilo. Nuevas reglas anunciadas en junio por la administración de Biden hacen que sea más difícil que las personas puedan solicitar asilo si no ingresaron al país por un puerto de entrada oficial.
Pero Ecuador y Guate van a estar sin papeles la vida entera en Estados Unidos, a no ser que se casen con alguien con papeles o demuestren un caso de asilo político. No hablamos de eso.
Boté la mitad de mi ropa y llené de galletas el espacio libre en la mochila. Anoté, en el cuello del pulóver blanco con el que ya sabía que iba a entregarme, el número telefónico y la dirección de mi padre en Dallas, Texas, quien me iba a recibir del otro lado. Por si en la frontera me quitaban todo, hasta la memoria.
A medianoche del séptimo día, apareció el patrón y se llevó a una pareja de santiagueros. Ancianos. Salieron de allí llorando. No eran del mismo grupo de los otros, se unieron a nosotros cuando escaparon del suyo, que fue cogido por la migra.
No te encariñes con nadie.
Al resto, el patrón nos dio el número de cuenta al que debíamos transferir los $4.000 que costaba cruzar del centro hasta el norte de México. Para él, éramos casi $45.000 en aquel cuarto.
Para los coyotes que mueven latinos hacia Estados Unidos, es un negocio que genera entre $3,7 y $4,2 mil millones de dólares anuales, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En realidad, por factores geográficos y económicos, hasta los expertos en estudios migratorios no coinciden en el promedio exacto del costo de ser traficado desde América Latina a Estados Unidos. Un informe de la Oficina de Migración de las Naciones Unidas estima un promedio de unos $5.000 por migrante. Yo pagué casi el doble.
***
Era la mañana del séptimo día e íbamos en un camión, 16 en un asiento para tres personas. Uno arriba de otro y, el otro, de otro.
Estaba oscuro. La cortina cerrada. Íbamos aburridos, porque lo primero que hizo el camionero fue quitarnos los teléfonos. Era pesado tragarse el aire que botaban los otros.
Al lado mío tres niños desfallecidos miraban la pared con una combinación de confusión, ternura y tristeza. Parecían trillizos, de unos 4 años. Iban sentados sobre su madre, que los soplaba y trataba de acariciarlos hasta donde podía mecer la mano. No eran del grupo, ya estaban ahí cuando nos montamos en el camión.
―Los hombres, si quieren, pásense pa atrás ―dijo el camionero un rato después.
Yo había visto demasiadas escenas de películas en las que el investigador abre el remolque y encuentra a los migrantes congelados y medio muertos.
―Denos un teléfono, por si ocurre algo ―pidió Ecuador. El camionero agarró uno al azar y nos lo dio.
Por los conductos de ventilación, se colaba un aire helado que nos tenía al borde de la hipotermia. Me quedaban un abrigo y dos pulóveres. Me los puse.
El remolque medía unos 15 metros. Le entraba una lucecita mínima por un hueco en el suelo que, a la larga, con tantas horas ahí, usamos para orinar.
―Yo ya tengo trabajo en Tampa ―contó el cubano peludo―. El tío mío tiene un taller allá y me resolvió.― En Santiago, era mecánico. Se había armado un carro por piezas y viajaba a La Habana a revender plátanos y aguacates, que en el campo se conseguían más baratos. Así había reunido suficiente para lanzarse―. Yo soy luchador.
Ecuador quería probar poniendo techos, que eso sí se paga. Pero, si no, le daba lo mismo lo que apareciera. Su objetivo era partirse el lomo para que su mujer y sus tres hijos vivieran como reyes. Aunque no pudiera verlos más nunca.
Y yo, periodista. Con 31 años y un inglés mediocre, sin saber hacer más nada que escribir en español. ¿Qué me esperaba en Texas? Acostumbrarme a ser un “sin papeles” por el primer año hasta que me llegara la residencia. Turnos de trabajo infinitos en un restaurante de comida rápida. Dormir de día porque, casi siempre, terminaría a las tres de la mañana. Contar cuántos centavos vale un minuto y aprender que el tiempo, de verdad, es dinero. La vida nueva.
Ahora, en el camión, me sentía tan perdido.
El camionero llamó al celular que nos había dado. Nos acercábamos a un punto de control con rayos X. Nos había advertido que, al pasarlos, debíamos acostarnos estáticos, sin respirar, para burlar a la máquina. Llegamos al estado fronterizo Nuevo León de milagro.
***
En Nuevo León, nos dejaron encerrados en una casa de dos plantas por tres días. No pudimos salir ni al jardín. Sin saber nada. Aburridos. Alerta. Mirando las noticias sobre las muertes en el Río Bravo. Especulando si entraríamos por el río o por el desierto.
Las dos vías, por cierto, son peligrosas. En 2022, la Organización Internacional para las Migraciones registró 686 muertes y desapariciones de migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México, el año más letal desde que comenzaron a registrar cifras, en 2014. Aun así, los expertos de la organización reconocen que los datos reales pueden ser mayores.
Una mañana, cuando despertamos, ya no encontré a Ecuador ni a Guate. El cuarto donde estaban tenía las camas tendidas, todo limpio, como si no hubieran dormido ahí. Sus líneas mexicanas dejaron de funcionar. No sé qué habrá sido de ellos.
A los demás, nos sacaron de dos en dos en autos, el décimo día del viaje.
Los últimos guías que encontramos prendieron una pira a la orilla del Río Bravo con nuestra ropa y demás pequeñeces.
―De todos modos, allá nada de eso les va a hacer falta ―dijo un guía.
Veíamos arder la noche. En una bolsa de plástico, mi móvil, un billete de 10 dólares y mi carné de identidad de Cuba. Mi pasaporte lo había enviado a Estados Unidos con un guía mexicano por $100, para no perderlo en la frontera. El resto de mis cosas se quemó, mochila incluida.
El río se cruza con ligereza. Los que planificaron todo por nosotros calcularon el momento en el que el río estuviera bajo, con la corriente suave. Entramos en fila con un guía delante. Hasta la cintura. Rápido.
Y yo sin saber nadar.
Por veinte minutos, me enfoqué en poner un pie delante del otro, equilibradamente. En no dejarme arrastrar por el agua. En seguir vivo.
Un mes antes, habían sido encontrados los cadáveres de nueve migrantes que habían intentado cruzar por Eagle Pass, probablemente muy cerca de donde crucé yo. En esas fechas, el río había crecido 60 centímetros en un día, por las lluvias. Dos meses antes, una niña guatemalteca de 5 años se había ahogado después de ser arrancada de los brazos de su madre por una corriente de resaca en otra parte del río. Eran noticias angustiantes. Yo trataba de no pensar en eso.
Al otro lado, entre las hierbas, algunos se pusieron ropa seca. A mí solo me quedaba lo puesto. Estaba empapado.
Caminamos por el borde de una cerca de seguridad sin saber hacia dónde. Luego, seguimos un trillo entre las matas durante un par de horas, hasta que nos encontró una patrulla. Amanecía. Ya 11 días de esto. Los guardias fronterizos de Eagle Pass, Texas, nos formaron por país de procedencia. A mi alrededor, vi las caras cansadas, las pintas de andrajosos.
En un bus para presos, nos llevaron hasta el centro de procesamiento migratorio que todo el mundo llama La Hielera. Ahí, la temperatura se sentía todo el tiempo en números negativos.
Anoté la dirección de mi padre y demás datos en una planilla y después, en fila, nos fueron registrando hasta dejarnos con nada más que el pantalón y el pulóver. Un oficial me mandó quitarme los cordones de los tenis:
―Están mojados ―dijo. Y los botó. Supuse que lo hacía para evitar que los usara como arma.
Hice otra fila interminable para poner las huellas digitales y me tomaron una foto con cara de náufrago para el único documento que tendría en Estados Unidos durante bastante tiempo.
Y a la celda de hombres. Dos días ahí. Sin reloj. Sin tiempo. Sin rejas. Una puerta transparente desde donde podía ver a los oficiales. Un baño de plástico como los que ponen en la calle en carnavales, pero dentro de la celda. De nuevo, tantos colchones en el piso que no había espacio para los zapatos. Me acurruqué bajo la manta desechable que me dieron porque no aguanté el frío. Sabía si era de día o de noche por un hueco diminuto en el techo.
Lo más movido era cuando nos enfilaban para comer. Uno calculaba si era desayuno o almuerzo dependiendo del tamaño de los burritos. También nos daban manzanas y cajitas de uvas pasas que yo guardaba bajo el colchón para tener algo que comer luego.
Me llamaron para tomarme una muestra de saliva. Un año y medio después, me enteraría que recogían ADN para mandar al FBI. Pero, en ese momento, uno no piensa más que en salir de ahí.
Adentro, la gente parecía contenta, se reía y hablaba, impacientes por ser liberados. Porque aquella jaula de hámster era, por fin, Estados Unidos. Y afuera, según comentaban, definitivamente todo iba a ser mejor.
—