Emiliano, dos idiomas y un sistema que no entiende el suyo
Emi de 2 años y 6 meses de paseo por el universo. Ilustración por Stef Arreaga y Emi Martínez para palabra
Emiliano, un niño diagnosticado con TDAH, enfrenta un sistema que no sabe cómo verlo. Mientras lidia con etiquetas y barreras, su madre —periodista guatemalteca y refugiada en Estados Unidos— lucha por abrirle camino, convencida de que su hijo no es un problema a corregir, sino una hermosa mente que el mundo aún no ha aprendido a comprender.
Nota de la editora: Este artículo es un ensayo personal que refleja las perspectivas, visión y experiencia de su autora.
Emiliano nació en Guatemala en 2015 y, desde muy temprano, su mundo se movió a otro ritmo. Aprendió a silbar antes del año, caminó antes de los once meses y, en cuanto pudo trepar, no dejó de hacerlo. Pero a medida que crecía, su manera de aprender y relacionarse con el mundo se salía del molde. No hacía contacto visual con facilidad, evitaba ciertas texturas en la ropa y podía pasar horas ensimismado en un solo pensamiento o, por el contrario, cambiar de actividad en segundos.
El diagnóstico llegó a los ocho años: Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Pero con este no vino un manual, sino etiquetas. "Déficit", "trastorno", "hiperactividad": palabras que lo encasillaron en un problema por corregir en lugar de reconocerlo como un niño con una forma distinta de procesar el mundo.
Para Emiliano, el reto no es el TDAH. Es el sistema mismo, sobre todo el escolar.
Emi a los 4 meses de nacido, después de tomar un baño. Ilustración por Stef Arreaga y Emi Martínez para palabra
El choque con una educación que no está diseñada para él
En noviembre de 2021, salimos al exilio con Emiliano y sus hermanas. Guardamos nuestra vida en una maleta y llegamos a los Estados Unidos cargando equipaje extra: incertidumbre, ansiedad y miedo de comenzar una nueva vida en un país diferente.
Emiliano, de seis años y sin hablar inglés, entró al aula como el único niño latino de su clase. Aprendió rápido el idioma inglés, pero los problemas no tardaron en aparecer. Las maestras decían que se distraía, tenía dificultades para seguir instrucciones y hablaba sin parar. Esto lo hablé con su pediatra y pronto lo derivó a un centro de atención psicológica en Boston.
El proceso fue lento, burocrático y desesperante, esperamos más de seis meses para que nos asignaran a un psicólogo, y este faltaba con frecuencia a las visitas domiciliarias acordadas.
En segundo primaria las maestras vieron con preocupación que Emi continuaba con dificultad para prestar atención y sus niveles continuaban por debajo del nivel. Sugirieron llevarlo a un especialista. Fue así como un pediatra del Boston Children's Hospital (el hospital pediátrico de Boston), en Massachusetts, lo atendió y le hizo un análisis evolutivo. Recogió información de las áreas importantes de su vida a través de cuatro cuestionarios especiales que debimos llenar sus padres y sus profesores. A las tres semanas nos dijo lo que ya intuíamos: era TDAH.
El médico propuso medicación para mejorar la atención y reducir la hiperactividad. Explicó que existen diferentes tratamientos y que tomaría tiempo encontrar el adecuado. Emiliano comenzó con una dosis mínima, pero los efectos secundarios no tardaron en aparecer. Son medicamentos especializados para estimular y mejorar la función y efectividad de los neurotransmisores en el cerebro. Algunos tratamientos estimulantes tienen efectos cortos, de 3 a 6 horas, mientras que los de acción prolongada permanecen en el organismo hasta 12 horas. Luego son excretados a través de la orina. La medicina ayudaría a los neurotransmisores a llegar al lóbulo frontal y a sus conexiones con otras partes del cerebro de Emi. Dijo que probablemente, entre los 15 y 17 años de edad, no necesitaría tomarlo más. Lo que no me dijo es que el TDAH no se cura y que la efectividad del medicamento es solo una parte, la otra es una combinación de terapia, alimentación, suplementos, rutinas y estructura.
Cuando le expliqué a Emi, intenté hacerlo de la manera más sencilla:
“Para que nuestro carro funcione, necesita un motor. Este motor necesita gasolina y aceite para que pueda ir por el camino sin ningún problema. Pero, ¿qué pasa si al motor no le llega suficiente gasolina y aceite porque los pequeños tubitos que lo transportan están tapados o dañados? Probablemente el carrito avance con dificultad y no llegue hasta donde quiere viajar. Así que, necesitamos llevarlo al mecánico, que dará una solución para que la gasolina y el aceite lleguen al motor y podamos manejarlo para ir al viaje que queríamos. Lo mismo pasa con nuestro cerebro, Emi, el cerebro es nuestro motor y necesita algunas sustancias que nos ayudan para estar mejor. El doctor nos dará una medicina que ayuda que esos “tubitos” transporten esa “gasolina” y ese “aceite” necesario para el cerebro, así las cosas irán mejor en la escuela y la vida cotidiana”.
—Sí significa que voy a tomar medicación —respondió sin más.
A pesar de la recomendación del pediatra, tuve un fuerte conflicto interno con la medicación. Crecí viendo a mi madre, mis tías y mi abuela depender de pastillas. No quería repetir patrones. Durante días, me sentí angustiada, lloré y cargué con una culpa que no sabía cómo soltar.
Pero entonces escuché algo que cambió mi perspectiva. En un podcast, un especialista dijo:
"Si una persona con diabetes recibe insulina, su calidad de vida mejora. Si alguien con hipertensión toma su medicamento, reduce el riesgo de un infarto. Si alguien con TDAH tiene deficiencia de neurotransmisores, la medicación puede ayudar a que su cerebro funcione mejor”. Ahí lo entendí.
En segundo de primaria, Emiliano empezó a compararse con sus compañeros.
—Mami, no sé leer rápido como mis amigos. Soy un tonto.
Le dije lo inteligente que es y lo orgullosa que estoy de él, pero era inevitable que sus palabras me partieran el corazón. En reuniones con sus maestras, todas coincidían en que Emiliano se esforzaba, pero se distraía, hablaba mucho y tenía dificultades con la lectura. También decían que las matemáticas eran su fortaleza, aunque respondía con tanta prisa que muchas respuestas estaban mal.
“Él se esfuerza mucho, realmente lo intenta, se nota que quiere lograrlo y a la hora de salida se ve agotado”. Y sí, Emi llegaba a casa evidentemente cansado mental y físicamente.
Estados Unidos reconoce a las personas con TDAH como personas con discapacidad que requieren apoyos educativos. Sin embargo, en la práctica, acceder a esos derechos es otra historia. Estando en segundo de primaria, su escuela formó un equipo interdisciplinario para ayudarlo, pero al final del semestre sus avances fueron mínimos y propusieron que fuera evaluado por parte del distrito escolar para determinar si era elegible a educación especial.
Emi de 8 años, pidiendo deseos y soplando los dientes de león. Ilustración por Stef Arreaga y Emi Martínez para palabra
Un maestro que no entiende, un estudiante que deja de creer en sí mismo
Emiliano empezó tercero de primaria en septiembre de 2024. Se sentía nervioso porque sabía que no estaba en el nivel que le pedía la escuela para el nuevo grado. Emi se mordía las uñas, el labio inferior y comía compulsivamente, principalmente cosas picantes y dulces; el azúcar sobreestimula la producción de dopamina, genera un efecto placentero inmediato, pero luego baja los niveles desencadenando más ansiedad. Sin embargo, las dificultades académicas de Emi no eran su mayor problema: su verdadero reto era un maestro que no entendía qué significaba enseñar a un niño neurodivergente.
Cuando intenté hablar con el profesor, no hubo respuesta. En cambio, recibí un correo demoledor:
Buenos días,
Quería informarle que Emi está teniendo muchas dificultades con su comportamiento. No está escuchando, no sigue instrucciones, distrae a los demás, no completa su trabajo y no presta atención. Además, está siendo irrespetuoso con los maestros. Esta situación se está convirtiendo en un problema serio.
Académicamente, Emi ya no está al nivel que debería, y su comportamiento no le está ayudando a tener éxito. No llega a la escuela con la disposición de aprender, sino con la intención de jugar y distraerse.
¿Quién decide qué es éxito para un niño de ocho años?, me pregunto.
El maestro nunca aplicó las adaptaciones que, por ley, le correspondían a Emiliano. Lo regañaba frente a sus compañeros, lo hacía sentir como una carga.
—Mami, mi maestro nunca nota cuando me esfuerzo, pero siempre nota cuando me equivoco —me dijo Emiliano cargado de frustración.
Las consecuencias fueron devastadoras. Su apetito disminuyó y empezó a perder peso. Todas las noches, al acostarse, revivía lo que había pasado en la escuela, repasaba cada regaño, cada corrección. Emiliano comenzó a creer que no era lo suficientemente bueno, que nunca iba a alcanzar a sus compañeros.
El derecho a una educación sin humillaciones
En ese mismo septiembre, me citaron para darme respuesta de la evaluación que podía permitirle tener un Programa Educativo Individualizado (IEP) o un plan 504, que permite ajustes en el aula. Pero la respuesta de la escuela fue que Emiliano no calificaba porque "primero debía aprender a leer y escribir bien en inglés". En otras palabras, su derecho a recibir apoyo quedó condicionado a un idioma que aún dominaba a medias. Eso ocurrió después de reunirme con la psicóloga de la escuela, la evaluadora designada por la ciudad para determinar si necesita educación especial, y en la reunión también estuvo su maestra de ESL (inglés como segunda lengua), autoridades de la escuela y su maestro de grado.
Las evaluaciones oficiales lo ubicaron en el nivel más bajo de desempeño en lectura. Enviaron un informe con gráficos marcados en rojo: "Por debajo del nivel". Pero ningún documento mencionó su esfuerzo, su curiosidad ni su capacidad para traducir entre dos idiomas con la facilidad de un adulto.
Entre los tantos documentos que me enviaron a casa, encontré tres meses después una hoja que decía que mi hijo sí era elegible para la sección 504 y esta listaba las "acomodaciones" (ajustes razonables para apoyar a las personas con discapacidad) e intervenciones personalizadas para mejorar en su área académica. Durante ese tiempo no se realizó ninguna acomodación a pesar que el profesor estaba enterado de la decisión.
Emi se sintió incomprendido, avergonzado y frustrado ante un maestro que no sabe cómo trabajar con un alumno neurodivergente.
Los padres y las madres notifican que solo 1 de cada 3 niños con TDAH reciben manejo del comportamiento en el salón de clases.
—¿Emi, cómo te sientes con tu profesor? —le pregunté a finales de 2024, por los días de Navidad.
—Mi maestro de este año es enfadoso, me avergüenza con los demás porque todo el tiempo me regaña y dice que distraigo a los demás. Cuando hago las cosas bien ni me felicita ni se da cuenta que me esforcé. Solo no me dice nada. Me gustaban más mis maestras del año pasado, ellas sí notaban que me esforzaba.
Le envié una extensa carta al profesor en la que mencioné que no había llevado a cabo el listado de acomodaciones que mi hijo merece por ley, la crueldad de sus acciones ridiculizándolo frente a los demás y describí detalladamente cada una de las cosas que estaba afectando a Emi.
Nunca tuve una respuesta de su parte.
A pesar de su silencio, Emiliano me dijo que el profesor cambió de actitud. Me dijo que dejó de avergonzarlo en clase y de hablarle de forma grosera; luego pasó a ignorarlo. Cuando solicité un cambio de salón de clases me dijeron que no era conveniente, en ese momento, y que la escuela trabajaría para que las cosas cambiaran entre el profesor y Emiliano. Mi hijo tendría que ir cuatro veces por semana con una especialista en lectura y fonética, y la escuela le organizaría sesiones con el consejero escolar. Pasaron las semanas y Emiliano no tuvo ninguna de estas sesiones. Cuando en la escuela pregunté por qué, me respondieron que estaban intentando encontrar un espacio en la agenda del consejero para atenderlo. A la fecha, ese espacio no ha llegado.
Los cambios, por más mínimos, no deberían depender de la insistencia de una madre o de la voluntad de un director. Deberían de ser un derecho escolar, garantizado sin resistencia.
No es Emiliano quien debe cambiar, es el sistema
Así como mi hijo Emi, más de 7 millones de niños entre los 3 y 17 años en Estados Unidos han sido diagnosticados con TDAH. La ciencia ha demostrado que no es un problema de comportamiento ni de inteligencia, sino una diferencia en la forma en que el cerebro procesa la información. Aun así, salvo excepciones, el sistema educativo sigue tratándolo como un obstáculo en lugar de un rasgo que requiere nuevas estrategias de enseñanza.
El mundo necesita aprender a verlo, a escucharlo, a entender que su mente, su energía y su forma de aprender no son fallas.
Las escuelas no deberían apagar la curiosidad de los niños y niñas con etiquetas y regaños. Deberían construir espacios donde su manera de aprender sea vista como una posibilidad, no como un problema.
Mientras eso sucedía, Emiliano siguió haciendo lo que mejor sabe hacer: desafiar un sistema que aún no aprende a hablar su idioma.
Noté un visible alivio en la mirada y sus pequeños hombros cuando le dije: “La escuela es importante, pero quiero que sepas que ser un excelente, regular o mal estudiante no te define como persona, eso solamente es una parte de ti. Tú eres más que una nota al final del ciclo escolar y quiero que sepas que estoy orgullosa de ti por el esfuerzo que haces cada día sin importar el resultado final”.
Emi y sus amigos del mar. Ilustración por Stef Arreaga y Emi Martínez para palabra
El espejo de Emiliano me mostró mi propio TDAH
El diagnóstico de Emiliano no solo me ha obligado a enfrentar el sistema, sino también a mirarme a mí misma con otros ojos. Mientras buscaba respuestas para él, terminé encontrando explicaciones para mí. Mientras más aprendía sobre el TDAH, más me remontaba a mi infancia.
La ciencia ha demostrado que el TDAH es una condición neurobiológica que también puede ser vinculada por la genética: estudios indican que si una madre o un padre lo tiene, hay hasta un 80% de posibilidades de heredarlo. Y entre los no genéticos se encuentran el bajo peso al nacer, nacimiento prematuro, exposición a toxinas (alcohol, tabaco, plomo, etcétera) y estrés extremo durante el embarazo, según publicaciones especializadas.
El doctor Rusell Ramsay, director del programa de investigación y tratamiento de TDAH en la Universidad de Pensilvania, estima que 366 millones de personas en el mundo viven con TDAH, muchos de ellos sin diagnóstico y mucho menos tratamiento.
Viendo a Emiliano me he visto a mí misma. Pasé toda mi vida intentando ser funcional, ideando estrategias para encajar, para ocultar lo que no entendía de mí misma. Ahora, a través de mi hijo, me permito ver mi propia historia con compasión. Y, sobre todo, con más claridad.
A finales del año pasado inicié un proceso en el Boston Medical Center para obtener un diagnóstico sobre TDAH. No lo había hecho antes porque el duelo del exilio y la adaptación a un nuevo país me consumían. Pero acompañar a Emiliano también significa entenderme a mí.
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Por mi parte puedo decir que vivir con TDAH es como escuchar cinco emisoras de radio al mismo tiempo sin poder apagar ninguna. Es quedar en blanco en medio de una conversación, querer hacer todo y terminar sin hacer nada, obsesionarse con algo por semanas para luego abandonarlo sin razón. Es la impaciencia, la ansiedad, la desconexión. Es olvidar lo urgente y perderse en lo irrelevante. Me pasó todo eso y no le supe poner nombre hasta que vi reflejadas en Emiliano todas esas cosas que me hicieron sentir diferente.
—Emi, ¿qué se siente tener una mamá con TDAH? —le pregunto una noche mientras escuchamos nuestro playlist para dormir y miramos las estrellas desde su ventana.
—Normal, porque no sé qué es tener una mamá sin TDAH —responde con la naturalidad con la que los niños entienden el mundo.
Y en esa respuesta simple, directa, sin complicaciones, me quedó claro que el problema nunca hemos sido nosotros, sino el sistema que insiste en vernos como un error.
No quiero que Emiliano crezca sintiéndose limitado por su diagnóstico. Por eso decidí darle la vuelta a la narrativa. En casa, su TDAH no es una barrera, es un conjunto de “superpoderes” que necesita aprender a usar. La hiperconcentración que lo atrapa en los temas que le interesan, su intuición desarrollada, su facilidad para hacer amigos, su espontaneidad, su energía inagotable. Todo lo que el sistema ve como obstáculos.
—Emi, ¿qué te gusta de tus habilidades?
—Aprendo más cuando escucho. Soy un buen deportista. Soy inteligente porque sé hablar dos idiomas y soy un buen traductor para mis amigos que no saben español y para los que no saben inglés. ¡Y ahora entiendo algunas cosas en portugués!
Esas son sus palabras. Esa es la versión de sí mismo que quiero que conserve. No la que le impone la escuela con gráficos en rojo y listas de deficiencias.
Mi mayor reto no es solo criar a un niño con TDAH. Es hacerlo mientras yo misma sigo descubriendo lo que significa haber vivido con ello sin saberlo. En este camino, me he encontrado con una comunidad de personas adultas con TDAH que, como yo, pasaron años sintiéndose rotos sin saber que su cerebro simplemente funcionaba distinto. Nos compartimos herramientas, estrategias y recordatorios de que no estamos solos.
El sistema no cambiará de la noche a la mañana, pero aquí, en nuestra casa, Emiliano y yo seguimos encontrando nuestras propias reglas. Él quiere ser atleta olímpico y representar a Guatemala. Yo quiero que él llegue ahí sabiendo que su mente, su energía y su forma de aprender no son obstáculos.
Emiliano no tiene un problema que corregir, tiene un mundo por conquistar.
—
Las ilustraciones para esta historia fueron creadas por Stef Arreaga en colaboración con su hijo Emiliano Martínez.
Stef Arreaga es una periodista de investigación guatemalteca exiliada en Estados Unidos. Ha trabajado en temas de niñez y adolescencia, femicidios, derechos humanos, memoria histórica, extractivismo y derecho a la tierra. Es productora audiovisual y actualmente trabaja en un proyecto con el cineasta Bryan Buckley y la productora Hungry Man Productions. Es exbecaria de la IWMF (International Women's Media Foundation), miembro de la junta directiva de Guatemala Human Rights Commission y fundadora de la organización Ocho Tijax. Stef ha publicado en el Boston Globe, Revista Ruda, Prensa Comunitaria, El Planeta Boston, Oregon State University Magazine, Desinformémonos México y Latin America Bureau (LAB) Londres, entre otros. @Stefarreaga
Wendy Selene Pérez es una periodista independiente con una trayectoria de dos décadas en diversos medios de comunicación en México, Argentina y Estados Unidos. Su labor se centra en temas de justicia social, víctimas de la violencia, rendición de cuentas gubernamental, transparencia e inmigración. A lo largo de su carrera, ha colaborado con publicaciones como El País, Gatopardo, Proceso, Vice y Al Día Dallas - The Dallas Morning News. También ocupó cargos clave como jefa de corresponsales de CNNMéxico.com y editora de periodismo narrativo de la revista Domingo en El Universal, además de trabajar como editora multimedia en Clarín (Argentina) y Grupo Reforma (México). Wendy es egresada de la Maestría en Periodismo del Diario Clarín-Universidad de San Andrés-Columbia University. Ha recibido diversos galardones, incluyendo el Premio Nacional de Periodismo en México (2019, 2022), el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2020), el Premio Breach-Valdez de Derechos Humanos (2022, 2023), el Texas APME 2021, el concurso de reportajes sobre COVID-19 del ICFJ y una mención honorífica en el Premio Latinoamericano de Periodismo de Investigación (COLPIN, 2022). En 2025, obtuvo una nominación al Premio Internacional Fetisov de Periodismo en la categoría de Excelencia en Periodismo Ambiental, junto con Alejandra Martínez, por un trabajo publicado en Palabra y copublicado con The Texas Tribune, Environmental Health News, como parte de la beca Altavoz Lab. Actualmente, trabaja como periodista de investigación freelance, verificadora de datos con Factchequeado y editora freelance con palabra. @wendyselene